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Introducción
La traducción de la alocución latina Primum non
nocere, atribuida a Hipócrates, acepta varias formas, aunque se
reconocen diferencias sutiles entre ellas:
"Primero no hacer daño"
"Sobre todo no hacer daño"
"Ante todo no hacer daño"
"Primero que nada no dañar"
"Antes que nada no dañar"
Se refiere, entonces, al deber de los médicos de
no causar daño, deber que se ubica como prioridad en la jerarquización
de obligaciones éticas, según se muestra, por ejemplo, en el libro
de William Frankena1, expresadas en orden de mayor a menor compromiso:
- La obligación de no producir daño o mal.
- La obligación de prevenir el daño o el mal
- La obligación de remover o retirar lo que esté
haciendo un daño o un mal.
- La obligación de promover lo que hace bien.
Se da por sentado que ningún médico tiene la intención
de dañar. Más aún, el médico ha sido considerado “la segunda víctima”
en los daños yatrogénicos, no sólo por el riesgo que implica exponerse
a demandas y reclamaciones, sino porque tiene que enfrentar las
culpas y remordimientos que un profesional responsable siente cuando
percibe que perjudicó a su enfermo2.
Pero aún el daño involuntario puede significar
una responsabilidad ética en tanto que, por ejemplo, participen
la falta de previsión y los errores evitables, no se diga la negligencia,
ignorancia o fraude. Colocar este compromiso “sobre todo”, “antes
que nada” y “primero que nada” hace énfasis en lo paradójico que
resulta que una profesión que tiene el propósito de hacer el bien
pueda resultar dañina, y que a veces resultaría preferible ni siquiera
intentar hacer el bien si al hacerlo se pudiera generar daño.
El doble efecto de las acciones del médico
En su interpretación más literal,
el primum non nocere provocaría una parálisis
operativa pues obligaría a evitar cualquier acción
médica, dado que todas ellas tienen el riesgo de dañar.
La potencialidad de hacer daño es inherente a la práctica
de la medicina. De hecho, cada una de las acciones del médico
tiene un efecto bueno y un efecto malo: la extirpación de
un tumor puede salvar la vida pero produce dolor y a veces discapacidad
y mutilación; todos los medicamentos tienen efectos adversos
además del efecto benéfico; administrar una inyección
propicia, desde luego, el acceso del medicamento al sitio en el
que debe actuar, pero produce al menos dolor y tiene el riesgo teórico
de una lesión nerviosa o un absceso, etc. Esta duplicidad
de efectos se regula éticamente bajo el llamado "principio
del acto de doble efecto"3. Este principio señala
que es lícito realizar una acción de la que se siguen
dos efectos, uno bueno y otro malo, siempre y cuando se satisfagan
cuatro condiciones:
- La acción en cuestión ha de ser buena o, al menos,
no mala; es decir, indiferente o permitida.
- No se desea el mal resultado; no entra en la intención
de la gente causar mal alguno.
- El buen resultado no es consecuencia del mal, es decir, no
se usa un mal como medio para obtener el fin (bueno), sino que
aquel es un hecho colateral nada más.
- Lo bueno tiene que ser proporcionado, es decir, en el resultado
final el bien obtenido debe superar al mal accidental acumulado.
Para ilustrar este principio se suele utilizar
el ejemplo de una mujer embarazada con cáncer del cuello uterino4
en la que la única posibilidad de curación implicaría una histerectomía
que, necesariamente, provocaría la muerte del feto inviable. Abstenerse
de alguna de acción terapéutica llevaría a la muerte de ambos, madre
e hijo, en tanto que la histerectomía podría preservar la vida de
la madre. Aplicando las reglas del “acto con doble efecto”, la histerectomía
es, en sí misma, buena en tanto que puede ser curativa del cáncer;
la intención del actuante no es la de provocar la muerte del feto;
el buen resultado no depende de que el feto muera y se podría juzgar
que el resultado final es que el bien supera al mal, pues tendríamos
un muerto en vez de dos.
Práctica heroica VS curación natural
Los médicos nos ubicamos entre dos tendencias extremas
a propósito de las intervenciones que pueden producir daño. Históricamente,
en uno de los extremos se encuentra la llamada “práctica heroica”
en la que lo importante es salvar la vida sin importar que se cause
sufrimiento o algún daño marginal; en este extremo se ubican el
encarnizamiento terapéutica y los llamados tratamientos extraordinarios,
útiles u optativos. En el otro extremo se ubican los partidarios
de la “curación natural”, quienes intervienen lo menos posible para
permitir actuar a las “fuerzas de la naturaleza” suponiendo que
son benéficas “vis medicatrix naturae” y el nihilismo terapéutico.
Los primeros tienden a producir daños por exceso (comisión) y los
segundos por insuficiencia (omisión). La mayoría de los médicos
nos encontramos lejos de estos extremos pero hay colegas y especialidades
que se aproximan a un uno de ellos. Por ejemplo, la cirugía, los
cuidados intensivos y las áreas intervensionistas de la cardiología
o la imagenología tienden a la “práctica heroica”, y las especialidades
más generalistas hacia la “curación natural”. En la organización
actual de los servicios de salud también se identifican modelos
que promueven en uno u otro sentido: hacia la yatrogénesis por comisión
los que incentivan la sobreutilización de servicios y tratamiento
innecesarios, y hacia la omisión los que niegan estudios o tratamiento
necesarios con base en la falta de apoyo financiero o de las debidas
autorizaciones por parte de los pagadores.
El principio de no maleficencia
La obligación de no hacer daño se consagra en uno
de los principios de la ética médica contemporánea, el llamado “principio
de no maleficencia” que junto con los de respeto a la autonomía,
beneficencia y justicia constituyen la trétada en que se sustentan
una ética de principios propuesta por Beauchamp y Childress5, la
que ha sido muy ampliamente aceptada y que constituye la expresión
más representativa de la ética médica norteamericana de hoy en día6.
El daño yatrogénico es bien reconocido como una
de las causas de enfermedad o lesión7. Si dentro de este daño potencial
se consideran no sólo las consecuencias físicas sino también las
psicológicas, morales, económicas y otras, se tiene que admitir
que los médicos (o los sistemas médicos) nos encontramos entre los
agentes etiológicos más frecuentes de daño a los pacientes. El Institute
of Medicine de Estados Unidos publicó en 2000 un texto llamado “Errar
es humano. Construyendo un sistema de salud más seguro”8 en el que
estiman una 98,000 muertes anuales por errores médicos, cifra que
excede la de muertes por accidentes de vehículos automotores(43,458),
cáncer de mama (42,297) ó infecciones por VIH (15,516). Se estima
que más de 13% de los ingresos a un hospital se deben a efectos
adversos del diagnóstico o el tratamiento y que casi 70% de las
complicaciones yatrogénicas son prevenibles9.
El calificativo de daño iatrogénico puede resultar
injusto a partir de la idea de que muchas de las consecuencias nocivas
de los actos médicos dependen más bien de las condiciones en que
estos se efectúan, por ejemplo, sin los recursos necesarios o atendiendo
a normas inconvenientes. Sharp y Faden10 han propuesto
el término de daño comiogénico (del griego Komein,
misma raíz que en nosocomio o manicomio) para referirse a lo producido
por médicos, enfermeras, técnicos, personal administrativo, personal
de apoyo, farmacéuticos, productores de medicamentos o material
de curación, administradores o políticos de la salud.
El aceptar que la probabilidad de producir daño
está implícita en las acciones de los médicos no significa dejar
de reconocer que una alta proporción de estos daños son evitables,
particularmente los que dependen de negligencia, imprevisión, errores,
fraude o ignorancia injustificable. Ciertos daños iatrogénicos como
la alopecia consecutiva a la quimioterapia antineoplásica o el hipercortisolismo
por tratamiento de una enfermedad autoinmunitaria grave no sólo
son evitables sino que pueden justificarse en términos de los beneficios
obtenidos; estos daños se suelen llamar predecibles, anticipados,
justificados, conscientes, necesarios, inocentes, explicables o
calculados. Una reacción alérgica o idiosincrásica a un medicamento,
a pesar de que se hizo un interrogatorio al respecto se tomaron
las medidas para minimizarla, también puede resultar inevitable;
este daño se conoce aleatorio, impredecible o accidental. Pero,
a partir de la experiencia en otros ámbitos se ha podido constituir
el concepto “accidente o error latente”, que es uno que está “en
espera de ocurrir” y que ha permitido una reducción significativa
en la frecuencia de consecuencias indeseables11, por
ejemplo, en las empresas de aviación.
El daño y las teorías éticas
El juicio a partir sólo de los daños sin considerar
las circunstancias y el proceso, juicio en el que frecuentemente
caen los pacientes, familiares, la sociedad, los medios de comunicación
y muchas veces lo abogados, deja de lado el análisis de que se hubieran
cumplido estrictamente los estándares de la profesión y, a pesar
de ello, ocurrió un desenlace desafortunado. El daño iatrogénico
se puede, entonces, juzgar desde una perspectiva teleológica a partir
de los resultados de una acción, o desde la perspectiva deontológico
considerando sólo la acción misma, al margen de los resultados.
En otras palabras, en el primer caso la presencia de daño obliga
a considerar que las acciones que lo precedieron no fueron éticamente
correctas, independientemente de que se ajustaran o no a las reglas
y preceptos que regulan tales acciones; en el segundo caso se juzga
si las acciones se hicieron conforme a las reglas establecidas,
independientemente de que el resultado no haya sido bueno. Lo peculiar
de nuestra sociedad contemporánea es que estos dos tipos de teorías
éticas coexisten, que a veces se aplican a unas y a veces a otras,
lo que origina no pocas confusiones y contradicciones.
Más que no hacer daño, el precepto Primum Non
Nocere considera una auténtica ponderación del cociente beneficio/daño,
es decir, la decisión que en algunos casos vale la pena correr el
riesgo de producir una daño puesto que se obtendrá un beneficio
considerable y, en todo caso, siempre intentando minimizar tanto
el riesgo como la magnitud del daño mismo12. Por supuesto
que se abarca la obligación de no producir daño evitable como el
dolor postoperatorio o el del paciente terminal, no generar angustia
innecesaria, no crear en el paciente dependencias superfluas, no
incrementar las culpas relacionadas con la enfermedad y prevenir
los gastos evitables. El retorno a la idea de jerarquizar al paciente
por encima de cualesquier otros intereses vuelve a hacer énfasis
en evitarles daños o sufrimientos; en distintas épocas han competido
con el paciente – como interés primario incuestionable de los médicos
-, los valores académicos, la preservación del buen nombre del facultativo
o de la institución, la necesidad de conservar el empleo, el cumplimiento
del protocolo de investigación, ya no se diga los valores económicos
o promocionales.
El llamado “Estatuto de profesionalismo para el
nuevo milenio”13, destinado a sustituir al juramento
hipocrático si alcanza suficiente consenso, propone entre sus principios,
la primacía del bienestar del paciente y su autonomía, y como compromiso
de los médicos la competencia profesional, la honestidad con los
pacientes, el mantener relaciones apropiadas con ellos, mejorar
la calidad de la atención, la fidelidad al conocimiento científico,
las responsabilidades profesionales y la confiabilidad en el manejo
de los conflictos de intereses.
Alterativas para reducir el daño.
Admitiendo que el daño iatrogénico no es evitable
en términos absolutos, sí lo es en términos relativos y conviene
analizar lo que se puede hacer para reducirlo al mínimo ineludible.
El propio estudio del Institute of Medicine de Estados Unidos propone
algunas medidas que podrían adoptar los gobiernos14.
La relativamente reciente e indudablemente creciente regulación
social de la práctica médica, en la que los médicos somos vigilados
por nuestros pacientes, la comunidad, los grupos organizados y nuestros
pares, ha reducido la excesiva libertad de que los médicos gozábamos
para, literalmente, hacer lo que quisiéramos con nuestros enfermos,
e introduce una saludable supervisión que, si no llega a extremos
ni se maneja visceralmente, puede contribuir a que pongamos más
cuidado en nuestro trabajo.
Considerando que los riegos de errores o accidentes ocurren más
frecuentemente cuando los médicos y el personal son inexpertos,
cuando se trata de procedimientos nuevos, cuando los pacientes se
encuentran en los extremos de la vida, se otorgan cuidados complejos
o atención de urgencia y en los pacientes con estancia prolongada
en el hospital, conviene considerar todas estas condiciones como
de “accidente o error latente” y extremar las medidas precautorias.
Igual que los estudiantes no suelen denunciar a
sus compañeros cuando copian en el examen porque jerarquizan el
compañerismo por encima de la honestidad, los médicos no solemos
denunciar los fraudes que se cometen contra la salud y contemporizamos
con su existencia. Tal vez la conciencia de lo complejas que son
las decisiones médicas nos limita para ser jueces de las acciones
de otros, y los ejemplos en los que algunos compañeros, por parecer
salvadores, calientan la cabeza de los pacientes o sus familiares
en contra de un colega, nos han vuelto prudentes. No obstante, debiéramos
ser los primeros en denunciar prácticas fraudulentas de los charlatanes
y encontrar algún sistema para combatirlas.
Por otro lado, el mejor frente que se puede dar
ante el “movimiento de emancipación de los pacientes”, es arraigarse
en los valores y principios de la profesión. El respeto a la autonomía
del paciente, en la medida en que lo alienta a participar en las
decisiones que le conciernen, también lo hacen corresponsable informado,
de tal modo que difícilmente podrá sentirse engañado o defraudado.
Incluso, se menciona que el término “consentimiento” ha sido ya
superado, en la medida en que el médico se va convirtiendo en un
consejero y asesor, más que en un decisor paternalista15.
Debiera retomarse la educación ética y en valores,
no tanto en forma de una asignatura curricular concreta, sino en
la creación de espacios para la reflexión cotidiana, a propósito
de los casos de todos los días. La propuesta de la medicina basada
en evidencias, que recomienda la mejor alternativa existente procedente
de la investigación científica para la atención de los pacientes
individuales seguramente reducirá los daños involuntarios que se
inducen en los enfermos.
En cuanto a la posibilidad de evitar los errores
y accidentes, se puede tomar ejemplo de las compañías de aviación16,
sistematizando los procesos a través de protocolos que consideren
los errores latentes, los individuos de alto riesgo y las circunstancias.
Otra propuesta, que también procede del ejemplo de las compañías
de aviación, es la de sacar provecho de los errores; con este propósito
se han diseñado, por ejemplo, actividades académicas que complementan
las sesiones anatomoclínicas, pero que se centran en los errores
de los médicos y en la seguridad de los pacientes17,
bajo una metodología cuidadosa y respetando la confidencialidad
debida. Se ha considerado la conveniencia de separar los errores
de las culpas, instituir un sistema para reportar errores y accidentes,
de diferenciar los errores de los “eventos adversos”, y de catalogar
los errores y accidentes según sean o no significativos 18,
19, 20, 21.
Algunas propuestas al alcance del médico
individual.
En resumen, más que dar preponderancia a la obligación
de no hacer daño en términos absolutos o en sentido abstracto, hoy
el precepto primun non nocere se puede concretar en las siguientes
sugerencias para los médicos las que, desde luego, no son exhaustivas:
- Refrendar el compromiso con el paciente antes que con nada
ni nadie.
- Sistematizar o protocolizar los procedimientos a manera de
prever las contingencias y minimizar los riesgos.
- Evitar a toda costa el sufrimiento innecesario.
- Valorar siempre los beneficios en función del riesgo.
- Evitar las acciones superfluas o excesivas.
- Mantenerse permanentemente actualizado y apto para ofrecer
siempre la mejor alternativa existente.
- Minimizar la magnitud de los desenlaces dañinos inevitables.
- Prescribir sólo lo indispensable.
- Consultar las dosis e indicaciones de los medicamentos; no
hay ningún desdoro en hacerlo frente al paciente.
- Si hay una persona más apta que uno para realizar un
procedimiento, referirle al enfermo o solicitarle asesoría
y supervisión.
- En igualdad de circunstancias, elegir la opción menos
costosa.
- Denunciar fraudes y charlatanes. Probablemente será
necesario crear un sistema para ello, en donde se eluda el riesgo
de canibalismo por razones de competencia comercial.
- Dedicar tiempo suficiente a las explicaciones.
- Informar debidamente al paciente de los riesgos y de la necesidad
de informar al médico sobre los eventos adversos y reportarse.
- Considerar la autodeterminación del paciente competente
y hacerlo participar en las decisiones que le conciernen.
- Analizar los propios errores y sacar debido provecho de ellos
corrigiendo los defectos y superando la ignorancia. Ello significa
una práctica reflexiva y dialéctica, que elude las
rutinas.
Seguramente hay muchas recomendaciones más, pero
todas se centran en el arraigo en valores y principios ancestrales
de la profesión, en el cuidado y el esmero que se deben poner en
el trabajo, en la sistematización de los procedimientos, la autocrítica
honesta y el aprovechamiento de las estrategias que han resultado
útiles en otros campos.
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