Seminario
El Ejercicio Actual de la Medicina

EL MÉDICO Y LA MUERTE

Ruy Pérez Tamayo
Profesor Emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Miembro de El Colego Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua

Regresa

Introducción

La muerte es, finalmente, inevitable. Todos los seres humanos somos mortales y, a partir de cierta edad, todos lo sabemos, aunque muchos prefieren ignorarlo. La muerte individual aparece en el mundo biológico al mismo tiempo que la reproducción sexual y desde un punto de vista evolutivo parece se consecuencia de ella, porque cuando un ser vivo pierde la capacidad de dejar descendencia también cesa de tener relevancia en el proceso de la evolución. La universalidad de la muerte nos irrita y hasta nos confunde, pero sólo cuando la contemplamos sin los anteojos darwinianos y desde las alturas de nuestros deseos y aspiraciones de inmortalidad, apoyados en la mitología y en las promesas de casi todas las religiones, tanto politeístas como monoteístas. Para Darwin y sus seguidores, la muerte es simplemente el resultado de multiplicar la probabilidad por la suerte en función del tiempo: en esta ecuación, lo que primero es apenas posible poco a poco se hace probable, y tarde o temprano se transforma en inevitable. El concepto popular de que la función del médico se limita a "luchar contra la muerte", aparte de no ser correcto, lo coloca en la incómoda posición de perdedor obligado, porque en última instancia la muerte siempre saldrá ganando. Las relaciones del médico con la muerte son bastante más complejas que lo sugerido por su imagen romántica de Caballero Andante combatiendo y derrotando a la Muerte.

En lo que sigue intento un análisis de tales relaciones dentro del marco de la ética médica laica. El texto está dividido en dos partes: en la primera, hago un resumen del concepto de ética médica laica, basado en los objetivos de la medicina, y presento un esquema de código ético médico derivado de esos objetivo; en la segunda, examino cuatro facetas de la relación del médico con la muerte: el concepto médico actual de muerte, los problemas del uso de medidas de terapia intensiva en pacientes terminales conscientes e inconscientes, el suicidio asistido y la eutanasia.

PARTE I

Ética médica laica

Conviene iniciar los comentarios que siguen con una serie de definiciones sobre el uso de ciertos términos. Voy a entender por ética médica laica los principios morales y las reglas de comportamiento que controlan y regulan las acciones de los médicos cuando actúan como tales, derivados únicamente de los objetivos de la medicina, sin participación o influencia de otros elementos no relacionados con esos objetivos. Estos otros elementos son de dos tipos: los englobados dentro de la ética general o normativa, que son válidos no sólo para los médicos sino para todos los sujetos humanos, y los incluidos en la ética trascendental o religiosa, que son válidos sólo para los que comparten las creencias propias de las distintas ideologías religiosas (católica, protestante, judía, musulmana, budista, otras). La mayor parte de los textos de ética médica son mezclas de principios y normas derivadas de estas tres esferas de la ética: la laica, la general y la trascendental. Las dos primeras pretenden apoyarse en la razón y están abiertas al análisis y a la discusión basada en argumentos históricos o actuales, pero siempre objetivos, mientras que la tercera emana del dogma y se basa en la fe, por lo que no está sujeta a discusión.

Otro término que está de moda es bioética , que con frecuencia se usa como sinónimo de ética médica, aunque desde luego no lo es. La bioética describe los principios morales y las normas de comportamiento de los seres humanos ante todo el mundo biológico; desde luego, esto incluye a la ética médica pero la rebasa ampliamente, pues no se limita a los médicos sino a todos los hombres, ni se restringe a los enfermos sino que abarca a toda la naturaleza. La ética médica es, pues, la rama de la bioética que tiene que ver únicamente con los aspectos específicos de la práctica de la profesión, y es a la que se limita este texto.

Los objetivos de la medicina

Es tradicional que al hablar de ética médica se haga referencia a diferentes códigos, tanto antiguos como recientes, como el Juramento Hipocrático (en sus versiones clásica, árabe o cristiana), el Código de Asaf, la Plegaria del Médico, atribuida en forma apócrifa a Maimónides, la Ética Médica de Percival, la Declaración de Ginebra, el Código de la Organización Mundial de la Salud, etc. Todos estos códigos son híbridos formados por tradiciones antiguas, por costumbres regionales más o menos limitadas, y por distintos mandamientos religiosos. Su valor es mucho más histórico que actual, o bien son tan generales que equivalen a la expresión de muy nobles sentimientos, pero nada más.

Yo pienso que el mejor punto de partida para elaborar un código ético médico no es un documento antiguo o una serie de mandamientos no razonados, sino la naturaleza específica de la medicina, definida en función de sus objetivos, que sólo son los tres siguientes: 1) preservar la salud, 2) curar, o aliviar, cuando no se pueda curar, y siempre apoyar y acompañar al paciente, y 3) evitar las muertes prematuras e innecesarias. La medicina es tan antigua como la humanidad, y a lo largo de su historia ha cambiado mucho, pero desde siempre ha conservado esos mismos tres objetivos y por ahora no concibo que en el futuro pueda transformarse tanto como para modificarlos o abandonarlos. De hecho, los tres objetivos mencionados de la medicina pueden resumirse en uno solo, que sería el siguiente: lograr que hombres y mujeres vivan jóvenes y sanos y mueran sin sufrimientos y con dignidad, lo más tarde que sea posible.

Un código de ética médica laica

No me cuesta trabajo aceptar que la medicina surgió antes de que Homo sapiens sapiens pisara la faz de la tierra. Puedo imaginarme cuando alguno de los homínidos que lo precedieron en la evolución, al sentirse enfermo e incapaz de valerse por sí mismo, se acercó a otro miembro de su misma especie y le pidió que le ayudara (los homínidos no hablaban, pero hay otras formas de comunicación diferente al lenguaje); cuando el homínido interpelado aceptó proporcionarle la ayuda solicitada, nació la medicina. En ese momento se creó la situación social que constituye el centro mismo de la profesión, la esencia y la razón de ser de la medicina: la relación médico-paciente. A lo largo de la historia el acto médico ha sido siempre el mismo: un ser humano que solicita ayuda para resolver su problema médico y otro ser humano que acepta dársela y lo hace, con más o menos éxito. Los ambientes y las circunstancias en las que ocurre este acto médico han cambiado a través del tiempo, y en nuestra generación se han hecho tan complejas que la relación médico-paciente original se encuentra gravemente amenazada con transformarse en algo muy distinto. Pero a pesar de la amenaza, todavía es válido decir que la esencia y la naturaleza de la medicina se definen en función de la relación médico-paciente.

En vista de lo anterior, es posible construir un código de ética médica laica basado en los objetivos de la medicina y centrado en la relación médico-paciente. En principio, puede aceptarse que los objetivos de la profesión podrán alcanzarse mejor cuando la relación médico-paciente se dé en las condiciones óptimas. Este principio es razonable, se refiere en forma específica a la práctica de la medicina y no está influido por reglas de ética general o por ideologías religiosas. De este enunciado se desprende que todo aquello que se oponga o interfiera con la instalación y la conservación de una relación médico-paciente óptima será éticamente malo, deberá considerarse como una falta de ética médica. En cambio, todo lo que favorezca al establecimiento y la persistencia de una relación médico-paciente óptima será éticamente bueno, deberá calificarse como positivo desde un punto de vista ético médico.

He usado varias veces la expresión "relación médico-paciente óptima", por lo que conviene caracterizarla. Desde luego, se trata de una relación interpersonal, que puede contar con testigos pero no con interferencias, entre el paciente y su médico, y entre el médico y su paciente. Como todas las relaciones humanas, esta también tiene una historia natural, un principio en el que el miedo y la incertidumbre iniciales, por parte del enfermo, y la apertura y el trato receptivo y respetuoso (pero con ignorancia, también inicial), por parte del médico, se irán transformando poco a poco en la tranquilidad y la confianza del enfermo, y el trato amable y afectuoso, pero cada vez con más conocimiento del problema de su paciente, del médico. De esta "confianza ante una conciencia", como acostumbraba caracterizarla el Maestro Chávez, citando al clínico francés Poitier, termina por establecerse una relación positiva médico-paciente, mientras más cercana y adulta mejor para alcanzar los objetivos ya mencionados de la medicina.

A partir de estas consideraciones ya es posible ofrecer un código de ética médica laica basado en la naturaleza de la medicina misma. Este código consta de los siguientes cuatro principios o reglas de comportamiento, que el médico debe observar para que su actuación profesional pueda considerarse como ética:

1) Estudio continuo. El médico tiene la obligación de mantenerse al día en los conocimientos y las habilidades técnicas de su especialidad, con objeto de ofrecerle a su paciente la mejor atención posible en cada momento, por medio del estudio continuo de la literatura médica científica, la asistencia a cursos especializados, a congresos y otras reuniones profesionales, así como a las sesiones académicas pertinentes. No hacerlo, abandonar la actitud del estudiante ávido de saber siempre más y la costumbre de aprender algo nuevo todos los días, es una falta grave de ética médica que no sólo impide que la relación médico-paciente se de en forma óptima sino que puede llegar hasta los delitos de negligencia o de incompetencia médicas.

2) Docencia. La palabra "doctor" se deriva de la voz latina doscere, que significa "enseñar". El hecho de que el sinónimo más usado del término "médico" en nuestro medio sea la voz "doctor" no es casual ni está ausente de razones históricas. Para que la relación médico-paciente sea óptima el doctor debe instruir a su enfermo, a sus familiares y a sus amigos, sobre todos los detalles de su padecimiento, de sus causas, de sus síntomas, de su tratamiento y sus resultados (positivos y negativos), de su pronóstico; debe instruirlos una y otra vez, tantas como sea necesario para sembrar y reforzar la confianza del paciente. Pero la obligación ética docente del médico no se limita al círculo restringido de sus enfermos, sus familiares y amigos, sino que abarca a todos aquellos que puedan beneficiarse con sus conocimientos especializados: colegas, enfermeras y otro personal de salud, funcionarios, estudiantes y el público en general. Esto significa que el médico debe dar conferencias, seminarios, clases y pláticas informales sobre su ciencia, y además escribir artículos de divulgación y hasta libros dirigidos al público en general. No hacerlo es una falta de ética médica, porque de manera directa o indirecta interfiere con el desarrollo de una relación óptima médico-paciente.

3) Investigación. El médico tiene la obligación moral de contribuir (en la medida de sus posibilidades) a aumentar el conocimiento científico en que se basa su propia práctica profesional y la de sus colegas. En otras palabras, la investigación es una de las obligaciones éticas del médico. Esto se deriva del siguiente razonamiento: la medicina científica (la mal llamada hoy "medicina basada en la evidencia") que es la que todos ejercemos, se basa en el conocimiento obtenido científicamente, o sea en observaciones reproducibles, adecuadamente documentadas y estadísticamente significativas. Lo apoyado en la tradición y lo puramente anecdótico no tienen valor científico (aunque sí un gran impacto cultural) y por lo tanto no forman parte de la medicina científica, pero en cambio constituyen la base de las medicinas "alternativas" o "tradicionales". Existe un acuerdo generalizado en la sociedad contemporánea en que las mejores y más prestigiadas instituciones médicas son aquellas en las que se practica y se enseña la medicina científica. El médico debe realizar el ejercicio de su profesión con un espíritu inquisitivo, basado en la duda metódica y en el examen riguroso de todas las posibilidades, actuando en todo momento con sentido crítico y pensamiento racional, o sea dentro de un marco científico, sin dejarse llevar por corazonadas o datos anecdóticos. No se trata de que abandone la práctica de la medicina para convertirse en un investigador de tiempo completo, sino que ejerza su profesión con el mismo cuidado y el mismo interés en generar nuevos conocimientos, siempre que esté a su alcance, porque de eso dependerá que la medicina progrese, contribuyendo a que la relación médico-paciente sea cada vez mejor y más eficiente.

4) Manejo integral. El médico debe tener siempre presente que el enfermo acude a solicitarle ayuda para que lo cure o lo alivie de su padecimiento, lo que es algo distinto de su enfermedad, aunque el primer término incluye al segundo. Para poner un ejemplo, el enfermo puede tener una tuberculosis pulmonar, pero lo que lo lleva a ver al médico son la astenia, la falta de apetito, la palidez, el insomnio, la febrícula, la tos, la diseña, y además el miedo de lo que pueda pasarle, de que lo tengan que operar, la angustia por su familia, por dejar de trabajar, por interrumpir su vida habitual, y naturalmente el terror ante la muerte. Todo esto es lo que el enfermo padece, y es lo que espera que el médico le quiete al curarlo. Es claro que si la enfermedad se diagnostica y se trata en forma adecuada, buen parte o todo el padecimiento se irá aliviando, pero así como la tuberculosis requirió diagnóstico correcto y el uso de drogas eficientes, el resto de la carga que agobia al paciente también necesita ser identificada, examinada y manejada por el médico con delicadeza, discreción y respeto, porque el enfermo acudió a solicitar ayuda para que le resolvieran su problema, porque él no podía hacerlo solo. El médico que no se involucra en su atención con el padecimiento integral del paciente, sino que se conforma con diagnosticar y tratar la enfermedad, o que lo abandona cuando ya ha agotado sus recursos terapéuticos curativos o paliativos, está cometiendo una grave falta de ética médica al no cumplir con los objetivos de la medicina, está ignorando su obligación profesional de curar, o aliviar cuando no se puede curar, de siempre apoyar y consolar al enfermo, y de evitar las muertes prematuras e innecesarias.

PARTE II

Definición legal y médica de la muerte

Durante muchos años el concepto médico de muerte era el mismo que el del público en general, o sea la suspensión permanente de las funciones cardiorrespiratorias; el miedo a ser enterrado vivo hizo que en el pasado el lapso considerado prudente para afirmar la irreversibilidad del proceso se prolongara hasta por 72 o más horas, antes de certificar la muerte. Sin embargo, a partir de la década de los 50s los avances en terapia intensiva permitieron mantener las funciones cardiaca y respiratoria durante tiempos prácticamente indefinidos en sujetos que obviamente ya estaban muertos. Al mismo tiempo, el progreso en el uso clínico de trasplantes de órganos y tejidos para el tratamiento de distintas enfermedades graves renales, hepáticas, cardiacas y de otros órganos, cuyos resultados son mejores si se usan órganos obtenidos de sujetos recién fallecidos, aumentó la presión para reconsiderar el diagnóstico de muerte. En 1966, un grupo de médicos de la Universidad de Harvard propusieron el concepto de muerte cerebral, que se fue modificando a lo largo de los años y que en la actualidad ya se acepta internacionalmente. En México, la Ley General de Salud (reformada el 26 de mayo de 2000) define la muerte de la manera siguiente:

Art. 344. La muerte cerebral se presenta cuando existen los siguientes signos:

I. Pérdida permanente e irreversible de conciencia y de respuesta a estímulos sensoriales.
II. Ausencia de automatismo respiratorio, y
III. Evidencia de daño irreversible del tallo cerebral, manifestando por arreflexia pupilar, ausencia de movimientos oculares en pruebas vestibulares y ausencia de respuesta a estímulos noniceptivos.

Se deberá descartar que dichos signos sean producto de intoxicación aguda por narcóticos, sedantes, barbitúricos o sustancias neurotrópicas.

Los signos señalados en las fracciones anteriores deberán corroborarse por cualquiera de las siguientes pruebas:

I. Angiografía cerebral bilateral que demuestra ausencia de circulación cerebral, o
II. Electroencefalograma que demuestre ausencia total de actividad eléctrica cerebral en dos ocasiones diferentes con espacio de cinco horas.

De acuerdo con esta definición, el diagnóstico de muerte cerebral requiere ausencia de funciones de la corteza y del tallo, junto con falta de circulación cerebral; sin embargo, se ha propuesto que sólo se tome en cuenta la falta permanente e irreversible de las funciones de la corteza, como ocurre en sujetos descerebrados que conservan al automatismo cardiorrespiratorio. Por otro lado, también se han presentado casos (no en nuestro país) de pacientes con inconciencia irreversible y sin automatismo cardiorrespiratorio, pero que se mantienen "vivos" gracias a técnicas de terapia intensiva. De acuerdo con la ley mexicana, los primeros están vivos mientras los segundos ya están muertos, pero en otros países (E.U.A., Inglaterra, Alemania) los dos tipos de casos están vivos. Esto se menciona para ilustrar que el concepto legal de muerte ha cambiado con el tiempo y también que no es uniforme, por lo menos en el mundo occidental. La situación del concepto médico de muerte es todavía más compleja desde un punto de vista ético, porque agrega otras dos dimensiones que no existen en la ley: su oportunidad y su necesidad. Estas aseveraciones se calaran en los párrafos siguientes.

Iniciar y suspender medidas de terapia intensiva en pacientes terminales

Ocasionalmente (la frecuencia real se desconoce, pero debe ser rara) el personal de salud que trabaja en Unidades de Terapia Intensiva se enfrenta a dos tipos de casos: 1) el enfermo conciente en estado terminal de un padecimiento que no tiene remedio posible, que rechaza cualquier tipo de tratamiento porque prefiere morirse a seguir sufriendo; 2) el enfermo en las mismas condiciones pero inconsciente, acompañado por familiares cercanos que conocen sus deseos de terminar con su existencia. Esto no es un ejercicio teórico: yo tuve la trágica experiencia de mi amigo Álvaro Gómez Leal, enfisematoso crónico a quien, durante un episodio neumónico, en una Unidad de Terapia Intensiva le salvaron la vida intubándolo y dándole antibióticos; cuando Álvaro regresó a su casa les dijo a su esposa y a sus hijos: "Si vuelvo a tener un problema de este tipo, por ningún motivo dejen que me vuelvan a intubar..." Meses después, en su siguiente hospitalización, Álvaro murió de insuficiencia respiratoria porque, siguiendo sus instrucciones, no se le intubó. Cuando el paciente ya no puede expresar su rechazo de todo tipo de terapia porque está inconsciente, pero sus familiares saben (por haberlo discutido con él cuando podía hacerlo) que ese era su deseo, el médico debe aceptarlo y no iniciar maniobras heroicas para prolongarle una vida indeseada. En estos casos lo que prevalece es la voluntad autónoma del paciente, que debe respetarse por encima de cualquier otra consideración; el médico debe asegurarse de que el enfermo posee toda la información sobre las consecuencias de su decisión, pero ahí termina su responsabilidad.

Sin embargo, hay otros casos en los que la voluntad del paciente terminal se desconoce y los familiares cercanos (si los hay) no se ponen de acuerdo sobre ella. Aquí la pregunta es, ¿quién decide si se instalan o no medidas terapéuticas de emergencia para prolongarle la vida? La respuesta es, obviamente, el médico. De acuerdo con el código ético médico definido en párrafos anteriores, basado en los objetivos de la medicina, un deber del médico es evitar las muertes prematuras e innecesarias, y menos de las deseables y benéficas. En pacientes con enfermedades terminales, o de edad muy avanzada, o las dos cosas, que han caído en coma varias veces y en los que tanto la medicina terapéutica como la paliativa ya no tienen nada más que ofrecer, en los que nuevos esfuerzos de terapia intensiva no van a prolongarles la vida sino sólo la inconciencia, además de mantener la espera angustiosa de la familia, y no pocas veces a sumar a esta tragedia la de la ruina económica, la muerte se transforma en deseable y benéfica para todos, y en especial para el enfermo. Aquí el médico que suspende las maniobras para mantener las funciones cardiorrespiratorias actúa dentro de la ética médica porque está resolviendo el problema de su paciente de acuerdo con los objetivos de la medicina.

El suicidio asistido y la eutanasia

En términos generales se distinguen dos forma de eutanasia, la activa y la pasiva, el suicidio asistido es una variedad de la eutanasia activa. La diferencia entre las dos formas estriba en que en la eutanasia activa el paciente terminal fallece como consecuencia directa de una acción intencionada del médico, mientras que en la eutanasia pasiva la muerte del enfermo se debe a la omisión o suspensión por el médico del uso de medidas que podrían prolongarle la vida (vide supra). Naturalmente, no es necesario ser médico para practicar eutanasia, pero con frecuencia el médico está involucrado en situaciones en las que debe hacer una decisión al respecto.

Desde el punto de vista de la ética médica (o por lo menos, enunciados en su nombre) los pronunciamientos en contra de la eutanasia en nuestro medio son los más comunes; dos ejemplos de ellos son los siguientes:

"Nuestra institución (un hospital privado) considera no ética la práctica de la eutanasia, bajo ninguna circunstancia o presión, solicitud del paciente, de la familia o allegados, ni aún en casos de enfermedad avanzada incapacitante total o en pacientes en extrema gravedad."

"(El médico) invariablemente está comprometido a salvaguardar la vida y por lo tanto no le está permitido atentar contra ella. Favorecer una muerte digna implica ayudar al enfermo a sufrir lo menos posible; ofrecerle la mayor atención médica disponible; estar a su lado con un verdadero acompañamiento humano y espiritual y ayudarlo a encontrar un sentido plenamente humano a los sufrimientos que no se pueden evitar."

Respecto al primen pronunciamiento no puede decirse nada porque no se dan razones para justificarlo; simplemente, se trata del enunciado de una política institucional, como también podría serlo "No se aceptan tarjetas de crédito". El segundo texto presupone tres principios, dos de ellos no documentados y discutibles y el otro simplemente falso. 1) Se dice en primer lugar que el médico "siempre" está comprometido a conservar la vida y tiene prohibido "atentar" en su contra, pero esta es una opinión no basada en la ética médica sino en un código propuesto en el siglo V a C (el Juramento Hipocrático) y cuya vigencia sólo se reclama cuando coincide con la ética trascendental. En mi opinión, el médico no está "siempre" comprometido éticamente a conservar la vida, cualquiera que esta sea, si no sólo aquella que el paciente considere tolerable por sus sufrimientos y digna para su persona; la obligación ética del médico es evitar las muertes prematuras e innecesarias, pero no las deseables y benéficas (vide supra). 2) Además, me parece perverso y definitivamente sectario seguir sosteniendo en el siglo XXI el mito judeo-cristiano primitivo que le asigna al dolor físico intolerable y a otras formas horribles de sufrimiento terminal, como la asfixia progresiva y consciente del enfisematoso, o el terror a la desintegración mental del paciente con Alzheimer, un "sentido plenamente humano". La frase está vacía de contenido, objetivo y sólo es aceptable para los que comparten ese tipo de creencias religiosas. 3) Es falso que haya sufrimientos "que no se pueden evitar". Esta es precisamente la función del suicidio asistido y la eutanasia, evitarle al paciente terminal los sufrimientos inútiles que le impiden morir con dignidad, cuando la vida ya ha dejado de ser, para él, peor que la muerte.

Ocasionalmente se señalan dos objeciones médicas racionales a la eutanasia: 1) la solicitud de un paciente para que el médico termine con su vida puede ser el resultado de una depresión transitoria, que puede desaparecer cuando el enfermo mejora o se alivian su dolor y sus otras molestias, y 2) es muy difícil para el médico estar completamente seguro de que un enfermo en estado terminal no puede salir adelante, aunque sea por poco tiempo, en condiciones que le permitan disfrutar de sus seres queridos o actuar y hacer decisiones relacionada con su propia vida y sus intereses. Ambas objeciones son reales y deben tomarse mucho en cuenta, porque plantean la necesidad de que el médico conozca muy bien a sus enfermos, de que tenga los diagnósticos correctos y de que haya realizado todos los esfuerzos terapéuticos a su alcance para evitarles sus sufrimientos, y también porque subrayan la incertidumbre que acecha todos los actos médicos, del peligro de confundir un juicio del médico sobre la realidad, con la realidad misma. Pero aún tomando muy en cuenta las objeciones médicas señaladas, tarde o temprano se llega a situaciones en las que el suicidio asistido o la eutanasia son las únicas formas de ayudar al paciente a acabar con sus sufrimientos y a morir en forma digna y de acuerdo con sus deseos. En tales circunstancias, el médico puede hacer dos cosas: desatender los deseos del paciente y de sus familiares y continuar intentando disminuir sus sufrimientos en contra de la voluntad expresa de ellos (pero quizá actuando de acuerdo con sus creencias, lo que no tiene nada que ver con la ética médica), o bien ayudar al enfermo a morir con dignidad (pero cometiendo un delito). La siguiente experiencia personal, que me obligó a reflexionar más sobre ética médica y eutanasia, ilustra el dilema mencionado: uno de mis maestros y muy querido amigo durante casi 50 años, el famoso Dr. Lauren Ackerman, quien fuera profesor de patología en la Escuela de Medicina de la Universidad Washington, en San Louis Missouri, y después en la Escuela de Medicina de la Universidad del Norte de Nueva York en Stony Brook, en los E.U.A., a quien a los 88 años de edad se le diagnosticó un adenocarcinoma del colon, se preparó para una laparotomía exploradora y, en su caso, extirpación del tumor. Conocedor como pocos de la historia natural de las enfermedades neoplásicas, antes de la operación le pidió al anestesiólogo (que era su amigo y compañero de golf): "Si tengo metástasis hepáticas ya no me despiertes..." El Dr. Ackerman murió en la mesa de operaciones de un paro cardiaco para el que no se hicieron maniobras de rescate.

Considerando los objetivos de la medicina, el dilema ético médico planteado entre el suicidio asistido y la eutanasia, por un lado, y su rechazo, por el otro, en casos que cumplen con las características de irreversibilidad y de solicitud consciente y reiterada de terminar la vida, sea por sufrimientos insoportables o por la anticipación de una muerte indigna precedida por la destrucción progresiva del individuo, en mi opinión debe resolverse a favor del suicidio asistido y la eutanasia. De esa manera se cumple con la función de apoyar y consolar al paciente, ya que no se le puede ni curar ni aliviar. No hay ninguna razón ética médica para que el médico se rehuse a contribuir con sus conocimientos a terminar con la vida de un paciente cuando este ya no desea seguir viviendo por las causas mencionadas, o cuando su inconsciencia no le permite solicitarlo pero los familiares cercanos conocen sus deseos. El rechazo de la eutanasia no se hace por razones de una ética basada en los objetivos de la medicina (aunque a veces así se señale) sino por otras que no tiene nada que ver con la medicina.

Por otro lado, existe una sólida tradición en favor de la eutanasia, iniciada en 1935 en Inglaterra con un grupo llamado The Voluntary Euthanasia Society, a la que pertenecieron personajes como H.G. Wells, Julian Huxlery y George Bernard Shaw, y uno de los documentos más elocuentes a favor de la eutanasia apareció en 1974, firmado por 40 personajes eminente, entre ellos tres Premios Nobel, Linus Pauling, George Thompson y Jacques Monod, que en parte dice lo siguiente:

"Los abajo firmantes declaramos nuestro apoyo, basado en motivos éticos, a la eutanasia benéfica. Creemos que la reflexión de la conciencia ética ha llegado al punto que hace posible que las sociedades elaboren una política humana en relación con la muerte y el morir. Apelamos a la opinión pública ilustrada para que supere los tabúes tradicionales y para que se mueva en la dirección de una visión compasiva hacia el sufrimiento innecesario en el proceso de la muerte... Por razones éticas nos declaramos a favor de la eutanasia... Mantenemos que es inmoral tolerar, aceptar e imponer sufrimientos innecesarios... Creemos en el valor y en la dignidad del individuo. Ello exige que sea tratado con respeto y, en consecuencia, que sea libre para decidir sobre su propia muerte... Ninguna moral racional puede prohibir categóricamente la terminación de la vida si ha sido ensombrecida por una enfermedad horrible para la que son inútiles todos los remedios y medidas disponibles... Es cruel y bárbaro exigir que una persona sea mantenida en vida en contra de su voluntad, rehusándole la liberación que desea, cuando su vida ha perdido toda dignidad, belleza, sentido y perspectiva de provenir. El sufrimiento inútil es un mal que debería evitarse en las sociedades civilizadas... Desde el punto de vista ético, la muerte debería ser considerada como parte integrante de la vida. Puesto que todo individuo tiene derecho a vivir con dignidad... también tiene el derecho de morir con dignidad... Para una ética humanista, la preocupación primaria del médico en los estadios terminales de una enfermedad incurable debería ser el alivio del sufrimiento. Si el médico que atiende al enfermo rechaza tal actitud, debería llamarse a otro que se haga cargo del caso. La práctica de la eutanasia voluntaria humanitaria, pedida por el enfermo, mejorará la condición general de los seres humanos y, una vez que se establezcan las medidas de protección legal, animará a los hombres a actuar en ese sentido por bondad y en función de lo que es justo. Creemos que la sociedad no tiene ni interés ni necesidad verdaderas en hacer sobrevivir a un enfermo condenado en contra de su voluntad, y que el derecho a la eutanasia benéfica, mediante procedimientos adecuados de vigilancia, puede ser protegido de los abusos."

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