Editorial

El suicidio asistido

Manuel Quijano


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Desde siempre, el médico militante se interrogó y se preocupó a propósito de sus deberes y sus obligaciones. En el editorial del número 1 del año 2000 advertía que en este siglo se plantearían dilemas éticos inéditos debido a los avances de la ciencia y la tecnología.

Durante siglos esos dilemas eran simples: el comportamiento en el hogar del enfermo, el secreto profesional en casos de criminalidad, a quién salvar en caso de un parto difícil, y en el siglo pasado las dudas por el aborto terapéutico, la experimentación en humanos o cosas casi pedestres como la dicotomía de los honorarios. Pero se fueron agregando problemas, algunos que atañen al individuo y otros a la colectividad, que adquirieron una dimensión ética: entre los últimos un ejemplo muy claro fue la revolución sexual provocada por la píldora anticonceptiva que, el regular los nacimientos favoreció la liberación de la mujer y puso en juego influencias y factores sociales que generaron cambios en las costumbres de la vida familiar, laboral y en la educación de los hijos; entre otros ejemplos se puede mencionar, además, la preocupación por el eugenismo y la explosión demográfica, la capacidad de actuar sobre el comportamiento del individuo o del grupo mediante drogas u operaciones, el deterioro del ambiente y hasta de los ecosistemas.

Entre los que conciernen al individuo, de los incorporados en el siglo XX, se pueden mencionar, entre otros, la fertilización in vitro, la inseminación artificial con material de un tercero o de un banco de semen, el embarazo en un útero subrogado, el concepto de muerte cerebral, los trasplantes de órganos y tejidos, otra vez el aborto matizado esta vez por circunstancias derivadas del diagnóstico prenatal o por la preferencia del sexo en el nuevo ser; y más recientemente, un buen número de situaciones relacionadas con el conocimiento del genoma humano y la posibilidad de realizar ingeniería genética o la próxima farmacogenética.

Se sostiene vehementemente, en el medio científico, que la ciencia es independiente de la ética, pero es observación común que algunos descubrimientos provocan cambios en la mentalidad y en la conducta social y política de la población civil (recuérdese la prolongada discusión a propósito de la ética de la producción de la bomba atómica), que no pueden rehuirse; aunque tampoco puede negarse que el descubrimiento científico permanece neutral y ajeno a toda esa dinámica cultural.

Al hablar de las relaciones de las ciencias de la vida con la ética no se trata de dar pautas de conducta ni siquiera de fijar lineamientos para códigos de deontología, sino de tener presente cómo, debido a los adelantos en la lucha contra la enfermedad, se tienen que adoptar constantes cambios en la práctica; ello repercute en el concepto que se tiene de la vida y del hombre, lo que hace, lo que sueña, lo que considera su bienestar y hasta sus derechos y su dignidad. Aquí conviene recordar que, desde mediados de los años setenta, dentro del gremio médico, se han estado expresando preocupaciones por cuestiones bioéticas vinculadas a nuevos aspectos de la práctica médica que tienen implicaciones legales, políticas, sociales y morales: el valor de la vida, entendida como una manifestación a la que se le pueden agregar calificativos como dignidad, respeto, autodeterminación, autonomía; el concepto de muerte cerebral, la clonación, que relativamente pronto se impondrá también en circunstancias especiales, hasta esos temas relacionados con la calidad de vida y la decisión de suspenderla por parte del enfermo y sus familiares. Todo esto aparte de las discusiones y definiciones nuevas sobre los derechos humanos.

Al final de los años cincuenta, hubo en Versalles una gran reunión multidisciplinaria que inauguró el Presidente De Gaule, en que se reconoció la injusticia e improcedencia del llamado encarnizamiento terapéutico (a pesar de que, entonces, las posibilidades técnicas de ello eran precarias) y, pocos meses después, en un congreso de anestesiólogos en Roma se planteó ante el Papa Pío XII la posibilidad, en ciertos casos, de suspender las medidas extraordinarias de reanimación y de conservación de la vida vegetativa. El Papa se pronunció claramente por esa posibilidad, según la moral cristiana, pues no se trataba de eutanasia sino de dejar obrar a la naturaleza.

Todo el mundo se ha enterado de que, recientemente, en Holanda se legisló en el sentido de permitir el suicidio asistido, claro está, sin ser sugerido por el médico sino aceptando tan sólo una decisión autónoma, libre y responsable del paciente. En México la Ley sanciona y considera una conducta punible tanto la eutanasia activa directa como el auxilio para privarse de la vida. Pero muy probablemente, la experiencia de otros países y una diferente interpretación abrirán el camino para discutir razonadamente este nuevo dilema de prolongar la vida, o mejor, la agonía y el dolor de ciertos enfermos. De hecho se ha empezado ya: en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, se llevó a cabo recientemente un debate sobre la Eutanasia en el que participaron médicos, juristas, estudiosos de la ética y religiosos, y la Academia Nacional de Medicina anuncia para el otoño próximo un simposio sobre el tema.

En el Estado social y democrático de México, el individuo cuenta con garantías para disfrutar mal o bien de la vida y, además, con derechos para la libertad, para desarrollar su personalidad y para adoptar las creencias e ideologías que desee: entre otras cosas, no puede obligársele a continuar con vida cuando él decida terminarla: el suicidio no es un acto prohibido por el Código Penal. El derecho a la vida debe coexistir con el derecho de suspenderla cuando va acompañada de gran sufrimiento. Desde hace tiempo se insiste mucho en el derecho a morir con dignidad, entendiendo por ello, el ahorro de una larga y dolorosa agonía, sometidos al encarnizamiento terapéutico, internados y aislados, sin poder hablar ni prepararse espiritual y materialmente para el tránsito, rodeado de aparatos inertes y con tubos en la tráquea, el estómago, la vejiga, venas y arterias, monitores múltiples y posiblemente siendo sujeto de experimentación.

No obstante, el artículo 312 del Código Penal Federal prescribe: “El que prestare auxilio o indujere a otro para que se suicide será castigado con la pena de uno a cinco años de prisión; si se lo prestare hasta el punto de producirse la muerte, la prisión será de 4 a 12 años”. Y el artículo 313 refiere: ”si el occiso o suicida fuere menor de edad o padeciere alguna de las formas de enajenación mental, se aplicarán al instigador las sanciones señaladas al homicidio calificado o a las lesiones calificadas”. Esto es, como se ve, muy contundente.

Sin embargo, en algunos de esos casos no bastará con la supresión de las medidas extraordinarias para conservar la vida porque ésta se prolonga demasiado y es entonces que debería entrar en cuestión --_como última instancia terapéutica_ la asistencia para el suicidio. La técnica que imagino (pues no sé que haya sido divulgada) debe ser sencilla y consistirá en aplicar por el propio enfermo en la venoclisis, un relajante muscular del tipo de los derivados del curare que utilizan en anestesia. El médico se concretará a facilitar la acción y aportar los medios, naturalmente previa solicitud del paciente, anuencia de los familiares y testimonio de algún otro médico.

Naturalmente que, desde el punto de vista religioso, en particular el cristiano, las objeciones a la aceptación legal y deontológica de esta postura son definitivas e irrebatibles pues consideran que la vida es un don de Dios, que es un bien sagrado para sí mismo y para los demás y nunca puede tomarse como un bien propio. Es más, se considera al dolor si no como un don de Dios, sí como un bien superior que la vida en sí justifica el asumirlo y soportarlo, y que es inaceptable que, para acabar con el dolor, sea necesario destruir la vida. Desde el otro punto de vista, dentro de la medicina actual, el suicidio asistido no debe ser equivalente a un fracaso terapéutico sino una medida extrema que el médico adopta, a solicitud del paciente, y que puede ser considerada como el respeto a la autodeterminación de la persona enferma y como una reafirmación de la autonomía humana.

No es la naturaleza el único árbitro que tiene que ver con la muerte, sino el poder o la impotencia médicas que modifican sus modalidades. Excepto en casos de accidente, asesinato o complicación fortuita, la muerte llega cuando se renuncia a continuar con medidas de sostén por deseo del enfermo o la familia, por falta de equipo o por decisión de emplear el equipo en otro caso. Esto significa que el juicio moral de antaño sobre eutanasia ha cambiado. El propio Papa Pío XII en su elocución mencionada de 1958 decía: “Si el moribundo consiente en ello, está permitido utilizar con moderación narcóticos que alivien sus sufrimientos aunque aceleren la muerte”. Sólo quedaría por precisar el término “moderación”, pero con esto se vuelve difícil distinguir entre las llamadas eutanasia activa y pasiva.

Culturalmente, muchos problemas de salud se empiezan a plantear en términos de lo posible o lo imposible, o mejor de competencia o incompetencia, y la responsabilidad del médico, incluida su dimensión ética, tiende a ajustarse a la medida de ese poder, casi eliminando cualquier otra referencia. La relación entre ética y medicina práctica debe suponer ahora un enfoque multidisciplinario, que no ignore referencias de las ciencias humanas. Pero, más importante que eso, es preguntarse si son dos esferas independientes. Como los valores éticos pueden variar de un país a otro, de una región a otra y de un tiempo a otro, se ha formulado la expresión de “ética funcional” con la mira de facilitar el acuerdo entre científicos, filósofos y moralistas. El factor ético no debe pretender limitar la libertad del espíritu ni siquiera frenar algunas aplicaciones de la ciencia; tan sólo llamar la atención hacia la búsqueda del bien común de la humanidad: ser sólo una ley de orientación, válida eso sí, universalmente, para regular lo útil en función de lo necesario.

La ciencia es la búsqueda de la verdad o, si esto parece presuntuoso, la indagación entre lo que se ignora. Es por lo tanto neutral y no puede ser comprometida por el empleo de sus descubrimientos. Pero el que los aplica debe discernir y respetar los principios de una ética natural y las tecnologías biomédicas no deben sobrepasar los límites del respeto a la persona humana ni exagerarlos por prejuicios ajenos a la medicina. El enfoque científico no se opone al axiológico; no son excluyentes y esto debe ser asumido por los profesionales de la medicina y aceptado como una responsabilidad de su ministerio.