Gaceta Facultad de Medicina UNAM
10 febrero 2007
Facultad de Medicina UNAM

 

Un alumno y un trabajador de la FM obtienen el primer lugar
en el Concurso de Ensayo y Cuento con motivo del
“Bicentenario del Natalicio de Don Benito Juárez”

Miguel Otero Zúñiga y Carlos Fausto Díaz Gutiérrez fueron los acreedores al primer lugar, dentro de las categorías de alumnos y administrativos, del Concurso de Ensayo y Cuento que, con motivo del Bicentenario del Natalicio de Don Benito Juárez organizara la Dirección de esta dependencia universitaria.

Miguel Otero Zúñiga participó con el ensayo titulado “El gabinete del Dr. Juárez”, el cual fue firmado con el seudónimo de Fausto Mestas y lo hizo en la categoría de alumno, en el género de ensayo.

Carlos Fausto Díaz Gutiérrez, fotógrafo del Departamento de Información y Prensa de la Facultad de Medicina, intervino con el cuento “Los hijos muertos de Juárez”, el cual firmó con el seudónimo de El Tío Gonza…, en la categoría de administrativos, en el género de cuento.

Finalmente, la categoría de los académicos quedó desierta.

A continuación se reproducen los textos ganadores.

EL GABINETE DEL DR. JUÁREZ
POR FAUSTO MESTAS

La noche…

…y en aquel punto tan dudoso paró y quedó
destroncada tan sabrosa historia…
Causóme esto mucha pesadumbre,
porque el gusto de haber leído tan poco
se volvía en disgusto de pensar el mal camino
que se ofrecía para hallar lo mucho que,
a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento…

Miguel de Cervantes
Don Quijote, primera parte, noveno capítulo

El dolor ha comenzado una vez más. Paulatinamente esa opresión que nace en su pecho avanza siniestramente hacia su brazo izquierdo. Una sensación de sofocamiento parece quebrantar por un instante esa fisonomía indígena “hecha de líneas enteras, a planos fuertes y netos de bronce mate” y cuyos ojos “color de la tierra” han visto en su infancia los montes y llanos de su aldea y en su madurez la tragedia y la gloria de su tiempo.

Enfrentado a la soledad del estadista el dolor había que resistirlo, soportarlo, tolerarlo; pues tal como nos lo recuerda Emily Dickenson: “El dolor tiene algo de vacío; / no puedo recordar / cuándo empezó o si hubo / un tiempo cuando no estaba.” Y continúa: “El dolor sólo tiene un conocido / y es la muerte.”

Tiene 66 años cumplidos. Es la noche del 17 de julio de 1872.

Lentamente esa fortaleza física y espiritual que lo caracterizan le permiten sobreponerse a la terrible sensación. Un poco de agua en la cara y todo habrá terminado. Como si nada hubiera ocurrido, apenas despunten los primeros hilos de luz de la mañana estará listo para atender en su despacho los asuntos propios de su cargo.

El reloj marca las seis de la mañana y en su oficina ya lo espera don Darío Balondrano, redactor del Diario Oficial, y quien es el encargado de comentar las noticias más importantes de los diversos periódicos.

Detrás de la puerta se encuentra nuestro hombre. Una inspiración y listo —piensa taciturno— para encarar la rutina habitual. Unos segundos más y entra a su despacho. La formalidad normal y comienza su día. Unos pasos a lo largo de la habitación son suficientes para manifestar de nuevo la dolencia. Sin embargo, no es tan importante como para que el presidente no continúe con sus actividades ordinarias. Al mediodía una comida ligera, en compañía de algunos amigos, después un paseo con su hija. De regreso a casa se le ve bien; sin embargo, se niega a ir al teatro por la noche.

Ahora el reloj marca las 10 de la noche de un día normal. Nuestro personaje se despide y se dirige a su habitación. Ya en la tranquilidad de su aposento, inicia su lectura nocturna, entre las páginas de su libro quedará de su puño y letra escrito: “Cuando la sociedad está amenazada por la guerra, la dictadura o la centralización del poder es una necesidad como remedio práctico para salvar las instituciones, la libertad y la paz.”

Apenas el velo de Hipnos acaricia sus ojos. La noche lo cobija por un instante. En la oscuridad de su pensamiento las imágenes de su querida Margarita inundan su nostalgia. Apenas un parpadeo… y el dolor y la náusea aparecen con su temible efecto.

Como puede, enciende la linterna, la brusquedad de sus acciones despiertan a su hijo, que dormía en la misma habitación.

A partir de ese momento, el malestar le impide conciliar el sueño. A la mañana siguiente, no se alista como era su costumbre para atender sus deberes. Permanece acostado. Determina que no se divulgue su verdadero estado de salud, que se diga al que pregunte que es un ataque reumático en la pierna y nada más. La familia, por otro lado, decide llamar al doctor Ignacio Alvarado, médico de cabecera.

Pasan escasas tres horas antes de la llegada del médico. Durante este lapso se presentan colapsos y dolores progresivos que le impiden encontrar descanso en ninguna posición.

Por fin la puerta se abre y aparece el doctor Alvarado. De inmediato dispone le traigan una bandeja con agua hirviendo. Sumerge con ayuda de unas pinzas un lienzo que aplicará inmediatamente sobre el pecho desnudo del enfermo. El grito de dolor es instantáneo. La terrible terapéutica aminora por un breve espacio el dolor. Y es en este momento en que logra acariciar el sueño.

Y sobre su inquieto descansar, las imágenes de su vida comienzan a despuntar. Nacido en 1802, las figuras de sus padres comienzan a desfilar junto con sus primeras aventuras infantiles. La historia vio nacer al mismo tiempo un siglo convulso hijo de la Revolución Francesa y de la Ilustración Kantiana. Interesante periodo histórico este de transformaciones que culminaron en una forma de vida humana llamada Romanticismo, que surge en Hispanoamérica cuando, recién lograda la emancipación política, comienza una cadena de acontecimientos que para el observador aparecen como fantásticos y al tiempo mágicos. Es el siglo de Darwin y su Origen de las Especies, de Rudolf Virchow y sus lecciones de patología celular, así como lo es de Mary Shelley y su Prometeo, de Baudelaire y sus Flores del Mal, es finalmente el siglo de Antonio López de Santa Anna, Valentín Gómez Farías, o Maximiliano. Personajes de nuestra vida social y política que vivieron una existencia real, cuyos episodios constituirían tema de novelas que pudieran ser “vividas” por personajes imaginados.

Son tiempos de luchas políticas para lograr la organización ideal, acaso utópica, en la que sus personajes serán retratados por Lamartine en su Historia de los Girondinos o bien por Víctor Hugo en Los miserables.

La medicina será tema preferido de la literatura romántica. El frío anfiteatro, el pensamiento organicista y morfológico fueron objeto de composiciones literarias, musicales, pictóricas.

Cómo entender el afán nacionalista cuando nuestra autonomía daba sus primeros pasos; o la actitud de los profesores en sostener la reforma médica de Valentín Gómez Farías desde l833; su postura en la epidemia del cólera el mismo año; la adquisición del palacio de la Inquisición, cediendo sus sueldos para comprar la futura escuela; el tomar las armas contra el invasor extranjero en 1847, si no es por el gesto romántico...

Las imágenes se continúan. Las primeras lecciones, las primeras palabras, las primeras letras.

De pronto, el despertar. De nuevo un tiempo sin molestias. El esfuerzo es enorme, pero logra acomodo en un sillón. Ordena se haga pasar al general Ignacio Alatorre, quien emprenderá la lucha contra los rebeldes. Al terminar solo ve la cama. La fría cama de latón, con el águila en la cabecera.

El doctor Alvarado habla con su paciente, le explica que su enfermedad: “No es mortal, en el sentido de que ya no tenga usted remedio, señor.” Una hora más tarde, el dolor es más intenso.

Alvarado aplica de nuevo la horrible terapéutica, una enorme ámpula se levanta descarnada en el pecho del hombre.

El doctor manifiesta la gravedad de la enfermedad a la familia, así como el posible desenlace mortal.

Una vez más el sueño... una vez más la memoria...

1833. ¿Por qué detener se andar moribundo en este año? ¿Quizá porque en ese año fue electo diputado o quizá porque su memoria le juega malas pasadas y no recuerda en qué año, siendo apenas un joven mozo, era profesor de física en el Instituto de Ciencias y Artes? No, nada de eso. Simplemente cómo olvidar el primer instante, la primera luz de unos ojos: los de una joven llamada Margarita. Compañera fiel con la que atravesara llanos, montañas, sierras, con los hijos a cuestas.

Sin embargo, el año es curioso. Y él lo sabe. Once años después de consumada nuestra Independencia política, el 22 de octubre de 1833, el gobierno del doctor Valentín Gómez Farías propugnó una reforma política, social y docente. Coincidentemente, esa reforma comprendió de modo muy especial a los estudios médicos. Dicha reforma fue interrumpida temporalmente, cuando menos en sus principales aspectos. El año de 1867, al triunfo definitivo del partido liberal, después de la intervención francesa y del Imperio de Maximiliano, gran parte de las reformas propuestas en 1833 se consumaron. En materia de instrucción pública fue ahora el doctor Gabino Barreda, la figura destacada entonces.

Los recuerdos se confunden. Las sombras aparecen.

De nuevo la noche, de nuevo los dolores y los problemas respiratorios.

Ante esto se citó a los destacados médicos Rafael Lucio, Gabino Barreda y Miguel Jiménez para que ayudaran a don Ignacio Alvarado.

Más medicamentos. Nuevos vómitos. Al final morfina inyectada en la región del corazón.

Horas más tarde el general Ignacio Mejía, los ministros José María Lafragua y Francisco Mejía acudieron de inmediato al lecho del amigo.

Cerca de la media noche, Camilo Hernández, sirviente del enfermo, entró en los aposentos de su señor. Éste se debatía aun con la muerte. Apenas susurrando le pidió a Camilo le oprimiera fuertemente el pecho. Camilo cumplió con las instrucciones. Poco más tarde, ya exhausto, se recostó sobre su lado izquierdo, colocó una mano bajo su cabeza, cerró los ojos y se quedó inmóvil.

Su hijo se acercó y besó la frente inerte de su padre.

El doctor Ignacio Alvarado dijo entonces: “¡Acabó!”

Pedro Santacilia, con la desesperación en el rostro, se dirigió al doctor Gabino Barreda para que éste se cerciorara de la muerte.
Barreda se volvió hacia Santacilia y le afirmó: “El presidente está muerto.”

Después vinieron los cañonazos. Y sus restos depositados en una cripta vecina a la ocupada por su esposa en el panteón de San Fernando.

Por Ley ocupó Sebastián Lerdo de Tejada la presidencia. A nombre de la nación externó su pésame: “Si la muerte de un hombre ilustre es una calamidad pública, apenas hay nombre que dar a la terrible desgracia que hoy pesa sobre el pueblo mexicano. Autor de la Reforma y salvador de la Independencia, el ciudadano Benito Juárez está colocado a una altura que no es dado medir.”

LOS HIJOS MUERTOS DE JUÁREZ
POR EL TÍO GONZA

La tarde, convertida al estrépito...
El oscuro follaje zumbaba sobrecogedor. La gente corría entre sombras y azotes del viento hacia un sitio a guarecerse, el temor cundía en espera del paso de la tempestad o algo peor que no llegaba...

Rodrigo Lara era partícipe de ese suceso frente a San Fernando, en la frontera de la popular colonia Guerrero, no podía correr porque iba cargado de cuadernos y materiales, además era pequeño para sus nueve años, sus cortas piernas hacían enormes esfuerzos para no caer ladeándose de un lugar a otro y poder resistir la ventisca.

Un relámpago iluminó la escena, y claro, pudo percibir menudas siluetas frente de él correr hacia el barandal del cementerio, iban directos al mausoleo. La curiosidad del chiquillo pudo más que su miedo y volteó a sabiendas de que unos centellantes ojos lo estarían observando. Rodrigo logró ver esos rostros mirones que al regreso de la oscuridad resplandecían como de gatos y desaparecían.

No supo cómo pero los buscaba entre las criptas. Al punto, el mayor de ellos le siseaba, encontró entonces que estaban juntos arremolinados los cinco chiquillos.

—Tenemos frío y papá no ha llegado. ¿Nos puedes acompañar?—

Esas palabras lograron al fin que el pequeño Rodrigo cayera y diera un tumbo, la tierra se levantó, lo cubrió todo, manos, rostro y cabellos. Era demasiado; estaba rígido, estupefacto, con un grito en la garganta a punto de estallar... pero las bulliciosas risas infantiles lo regresaron a la realidad. Ante la sorpresa hubo silencio, después... carcajadas, los niños disfrutaban de ese instante.

Logró verlos uno a uno, en detalle, sus facciones. Descubrió lo parecidos entre ellos; sus rasgos y piel; las edades fluctuaban entre el año y los nueve de edad. Aquellos chavales mostraban perplejidad ante el extraño, pero la hilaridad los acercaba. En tanto, el temporal transcurría imperceptible, todo en ellos era juegos y diversión, las palabras eran presa del viento enviándolas lejos...

*
El tiempo tomó su curso

Rodrigo maduraba antes de lo imaginado. Pasaron los años desde aquel encuentro fortuito. Ni en tardes lóbregas con vientos cruzados, ni en la arboleda excitada se volvió a encontrar a aquellas criaturas de piel morena clara; en su mente permanecía el olvido de esa tarde oscura.

Se convirtió en joven, los estudios y el ajetreo lo llevaron de lo cotidiano a lo predecible; pudo, con mucho ahínco, acceder a los estudios medios superiores, se inscribió al CCH con la intención postrera de llegar a ser abogado.

Por ese tiempo su alegría se afectó de tanto pensar. Estaba con una retorcida preocupación que lo abstraía a todas horas: ¿hacia dónde dirigiría sus pasos? Ese joven alegre, deseoso de divertirse con los amigos los fines de semana en los tours nocturnos; antros conocidos de tanto acudir, sitios donde se bebía cerveza con la sed del desierto y se daban el gusto de brindar toda la noche en medio del estrepitoso rock y el humo de cigarrillos. Había tenido claro en toda su vida el destino a seguir, y precisamente, a la hora de decidir lo asaltaron dudas. Ya no era aquel futuro prometedor que lo esperaba en la Facultad de Leyes o Ciencias Políticas, había algo intenso, nuevo en su mente y en sus emociones, que ya nada le sabía igual... Todo había cambiado debido a un detalle que le dejó imperioso la pauta a seguir.

Rossy Calderón y Pablo Montes, sus amigos preparatorianos, inseparables, compartían el deseo de acudir a la universidad, cada cual a su facultad. Ella añoraba ser médica, Pablo soñaba en arquitectura y Rodrigo en derecho. Por supuesto el proyecto tendría su punto de convergencia en el campus y se visitarían mutuamente, pero había discrepancia tácita y cotidiana en la defensa de su posición.

Por su parte, Rossy, moderna y mandona, era en apariencia quien tenía más posibilidades de ir a la facultad, tenía el promedio, contaba con la ayuda de sus padres, todo el apoyo y las ganas eran su estandarte, hasta que una situación cambió todo.

Una noche, la muchacha se había sentido peor que de costumbre con gripes constantes, en un estado general tan decaído que fue llevada de urgencia al hospital. El médico de guardia había detectado algo más que una infección en la garganta y fiebre. Los niveles de azúcar altos se habían disparado e ingresó a Terapia Intensiva. La lectura del glucómetro no mentía, rebasaba los 500 mg de azúcar en la sangre. La gasometría indicaba una cetoacidosis grave que la mantenía con la respiración excesiva y agitada; un monitor digital mostraba lo alterado de la frecuencia cardiovascular. Su vida en peligro por la diabetes mellitus, declarada en su organismo por los altos niveles de glucosa quizá durante meses o años, pero en crisis severa hasta ese día.

El hospital se convirtió en el cuartel general, se turnaban para poder estar de guardia durante la madrugada; además debieron asistir a clases. Los desvelos no lograron hacer mucha mella en el ánimo de los amigos y Rossy estaba siempre en su espera para sacar el mal humor, pues su estado de ánimo se encontraba por los suelos.

— Miren, miren— señalaba ella—, ya estuvo “güeyes” de que me estén viendo la cara, lo entiendo de mis padres si me dicen que estaré bien, pero ¿de ustedes?, nunca, ¿acaso no saben que la diabetes puede acabarte en un “tris”? Voy a vivir pegada a la insulina y no podré chupar, ni comer dulces, grasas, ni harinas, etcétera; será una vida monacal, una vida sin vida. Tendré, si quiero vivir, que llevar una dieta durísima. Ni siquiera podré desvelarme. ¡Ah! Y algo más. Posiblemente tendré que cambiar de planes. Y ustedes se hartarán y algún día se irán… pero, no los culpo... saben, la diabetes es hoy por hoy la causa principal de muerte en este país...—

Lo cierto es que la joven hubo reingresado durante los dos últimos años posteriores, en recaídas, seis veces más a hospitalización, a partir de ese fatídico momento. Para Rodrigo, los términos médicos y la vida hospitalaria se hicieron familiares. Atendía a la paciente con orden y premura; sabía los nombres de términos y medicamentos con facilidad; era, en sí, su ángel de la guarda, y clave para que al fin lograra estabilidad física y mental.

Pasaron los meses, la estudiante no acudía a diario a la escuela y su promedio decayó. La época de inscripciones a las facultades había llegado. Pablo acudió a Arquitectura, pero ella decidió a última hora ir a Trabajo Social. Por su parte, Rodrigo acudió a la Facultad de Leyes, para esperar la secuencia de aprobación o rechazo. Tenía cierto desgano en lo que debería ser una gran alegría, la de poder acceder a sus sueños. El recuerdo de la joven y el hospital le sustraían, todo lo encontraba ensombrecido e iniciaba los trámites correspondientes sin ni siquiera analizar el momento, pero tenía la sospecha de que debería encontrarse cara a cara con sus aptitudes, que estaban en conflicto, así que a última hora dejó todo en suspenso...

II

Rodrigo salió de la terminal Hidalgo del Metro con la intención de rebotarse hacia la estación Hospital General, pero una idea cruzó su mente; salió afanoso hacia el exterior. Vio de frente la iglesia de San Fernando, recordó sus años infantiles, cuando habitaba ese barrio. Por un momento se olvidó de los deberes hospitalarios con Rossy. Se dirigió al atrio, volteó raudo hacia el cementerio e hizo una pausa...

Algo recordó. Le asaltó un vago y retrospectivo momento de la niñez. Fue directo al mausoleo de Juárez y lo escudriñó con ojos que rebuscan, sin espantarse... ¿qué investigaba?

— Aquí estuve con esos chiquillos, fue por aquí.— Rodeó aquella tumba y encontró varios nombres inscritos de niños. Los hijos muertos de Don Benito, eran varios y de edades muy pequeñas. Una veloz idea le heló el cuerpo desde la cabeza hacia la espalda. Se levantó con la piel “chinita”, mirando muy dentro de sí con un cuestionamiento muy denso. — ¿Acaso estos niños... habían sido los mismos...?—

Se frotó la cara con las manos y tomó aire con fuerza, se decía a sí mismo: —No, no era posible, claro que no, fue una historia de niños. Ni mi mamá, ni mi tía Chona creyeron lo que les dije entonces... por supuesto que no—

Efectivamente, el joven estudiante había regresado después de muchos años al antiguo cementerio, legendario por historias de “aparecidos” y por la cantidad de niños sepultados en el siglo XIX debido a la peste que abatió en el año ‘33 a la ciudad de México, mismo lugar de aquella tarde aventurada. Recordó detalles, en su mente cobraban forma acelerada el relámpago, el camposanto y los chicos.

—Vaya incidente ilusorio de un niño—, pensaba.

Don Benito Juárez, qué historia. Aquel hombre de la sierra oaxaqueña que siendo huérfano desde los tres años había alcanzado la presidencia de la República. Logró las leyes de Reforma en 1857 y desde su exilio logró ganar la batalla decisiva contra los conservadores... Estuvo meditando dentro de la iglesia por mucho rato. De pronto, saltó del asiento.

—Rossy, órale, me va a matar— Sacó su celular y trató de marcar, pero no pudo. Parecía que el aparato se le resbalaba como un jabón de las manos y cayó... el sonido retumbó, se escuchó el impresionante eco. Al recogerlo, notó una figura que aparecía, oscura y extraña en el pórtico que salía...

—Ya me estoy imaginando cosas—, pensó. Salió corriendo del templo y no quiso voltear hacia la columnata del cementerio, la nuca estaba tensa, un escalofrío en la espalda se lo impedía. Prácticamente huía del lugar, sin dejar de sentir aquel estremecimiento por ese inexplicable instante de la niñez que ahora explotaba en todo su ser.

Durante la noche no dejó de pensar en lo ocurrido. Trasladó su miedo en cavilaciones sobre Juárez y el estrés decayó, tuvo un descanso. De la posición fetal en la cama, se sentó despacio sobre el borde, con una mano en la barbilla; pudo al fin establecer un diálogo interno tranquilo y ordenado.

Era imperioso saber algo más sobre ese hombre imprescindible en la historia de México. Aquel indígena ilustrado que aprendió a hablar y leer en castellano hasta los 13 años, el mismo que en 1861 redactó la Ley de Instrucción Pública. Con ello se disparó el beneficio educativo laico a todos los mexicanos y sentó las bases para la Universidad Nacional de México que dejó de ser Real y Pontificia. Asimismo, la Ley de secularización de los cementerios y la Ley Juárez fueron importantes para la Reforma y el progreso del país.

No quiso postergar un día más su cita con ese ser mítico y regresó al cementerio a la tarde siguiente.

Al llegar al sitio, un temblor sacudió su cuerpo con sudores en aumento por la idea que no dejaba de cruzarle por la mente, de que esos niños fueran los hijos del presidente Juárez... al doblar la esquina en la columnata el sol declinó de pronto, el viento y las sombras se desplomaron imperiosas en la escena. Se estremeció al mirar a su derredor, el cielo retumbaba con el brillo de los relámpagos. Se percató de facto de que estaba frente al mausoleo.

El mármol frío cobró una tonalidad luminosa, los detalles de la tumba fueron revelados. Una pesada nube aterciopelada enmarcaba la escena y juraría el joven que una leve sonoridad lo llenaba todo. De pronto, una capa negra de tintes charolados llamó su atención, se detuvo y observó con tiento, la respiración acelerada y arrítmica le secundaban; estaba allí una figura.

…el codo levantado con la prenda oscura le cubría parcialmente el rostro, el cabello negro y aplastado, la mirada noble y serena. Rodrigo notó en su garganta que la saliva pasaba dificultades, retrocedió un paso, quiso irse, correr, no pudo...

Al fin escuchó esa voz suave que decía: “... Hubiese querido salvarlos, estar con ellos y curarlos, ser médico en ese momento y evitar el penoso llanto de Margarita... tuvo que trasladarse con los cadáveres embalsamados de dos de nuestros hijos desde Nueva York, en ese mar de lágrimas, hasta México...

Hágalo usted, prepárese para toda esa gente. Ésa fue mi idea precisamente sobre la Ley de Educación Pública y la fundación de la Escuela Nacional Preparatoria y el resto de las escuelas nacionales, que hubiera hombres dispuestos a salvar vidas humanas, estudiantes de todas latitudes y clases sociales en la práctica de las ciencias y artes en México, para el progreso de la nación, y no me equivoqué... Salve a todo ser que esté a su alcance y logre lo que no pude yo...”

El hombre afable, de voz débil, con el rostro ajado de piel decolorada, amplios pómulos, párpados abolsados, nariz grande, ojos negros y profundos, confesaba su gran pesar a través del tiempo; aquello llevado a la tumba por él y Margarita, ese profundo dolor.

En el fondo, como en una foto antigua vio surgir a Margarita con Antonio, el más pequeño de sus hijos, en brazos; a Guadalupe, Amada y Francisca, muy pequeñas, de pie, y a Pepe, el hijo consentido de su padre, a su extremo derecho... eran ellos, pensó, los hijos muertos de Juárez, aquellos que una tarde de relámpagos rieron y jugaron juntos en el cementerio, no lo podía creer...

Con la pena hecha suya lloraba sin remedio, sintió la mano helada de Don Benito en la frente y al voltear todo había pasado. La tarde había recuperado su calor, la gente pasaba de un lado a otro hacia sus ocupaciones. El estudiante trataba de recuperarse con tartamudeos por la sorpresa, de rodillas, se levantó transfigurado y caminó.

Las enfermedades endémicas habían cobrado durante años muchas víctimas, sus preferidos: los niños. Sin respetar clase ni condición social morían por racimos. Cuántas epidemias sin control sanitario por aquellos años del siglo XIX. Peste. viruela, sarampión, rubéola, varicela, tuberculosis, desnutrición, diarreas, poliomielitis, tétanos, hepatitis e influenza, entre otros. La Ley de Cementerios impidió más contagios; hoy, erradicadas o en vías de ese proceso en nuestro país, hicieron mella en la población infantil.

Estaba conmovido más que asustado. Su rostro surcado por las lágrimas refrendaba el hecho de haber comprendido a la muerte o parte de ella, en un instante... Benito Juárez García, “Benemérito de las Américas”, presidente de México, el jurista, el estadista y hombre representativo oaxaqueño que tomó sobre sí las responsabilidades de una nación, le había dejado la enseñanza más grande: la posibilidad de comprender su vocación y destino profesional.

Al fin, la medicina, en el sentido amplio de estudiarla, cobraba forma en su conciencia. Permaneció en la explanada por incontables minutos para poder ordenar sus pensamientos y dirigir sus pasos.

Trasformado en espíritu, tenía un caudal de ideas novedosas... Salió del lugar con pasos raudos y firmes, sentía que el tiempo caía como una losa sobre sus hombros. Habría que iniciar el proyecto, no tenía duda, la Facultad lo esperaba; los estudios superiores hacia el conocimiento de la anatomía del hombre, las enfermedades y padecimientos, desde luego el hospital y la práctica médica con pacientes impacientes de atención. Allá iba un ser convencido del estudio de la medicina y su labor cotidiana inquebrantable que lo llevaría inexorable al auxilio imperioso del dolor y al enfrentamiento habitual con la muerte.