Regresa
Se ha convertido en lugar común el señalar
que los grandes avances tecnológicos y la modificación
de los paradigmas explicativos de la dinámica y la etiología
de las enfermedades que la medicina ha tomado de las ciencias biológicas
han modificado sustancialmente la ética médica; que
los viejos lineamientos expresados en el Juramento Hipocrático
y otros textos de corte similar ya no bastan para ofrecer los lineamientos
necesarios para resolver los dilemas morales surgidos de esta nueva
condición. Sin embargo, esto no resta de ninguna manera importancia
al problema de la actualización de una ética profesional
capaz de abordar de manera adecuada los conflictos morales emanados
de las nuevas e inmensas posibilidades de acción que se ofrecen
al médico de hoy en día. El objeto de estas líneas
es el planteamiento de la problemática actual de la ética
médica y la expresión de algunas reflexiones al respecto.
El objeto de la Ética Médica
Un problema central, de definición, es la
delimitación del objeto de la ética profesional médica.
Tomando como marco de referencia el Juramento Hipocrático,
el quehacer del médico se extendía de la adquisición
de los conocimientos necesarios para ejercer su profesión
y las condiciones para su enseñanza, a las normas morales
de conducta necesarias para un buen desempeño de la atención
de los pacientes, incluyéndose en ellas las referentes al
entorno familiar de éstos, todo esto supeditado a un principio
central, la búsqueda del beneficio del paciente, el cual
permea en todas y cada una de las actividades del médico.
La complejidad creciente del mundo de la medicina ha hecho que,
en nuestros días, exista una confusión de base entre
una ética de la práctica médica, entendida
como la ética inherente al ejercicio de nuestra profesión
en condiciones de responsabilidad moral, y una ética, de
conocimiento mucho más amplio, que se orienta a dilucidar
los problemas de la medicina entendida como campo aplicativo de
la biología humana. Pienso que es conveniente tener presenta
que la medicina incluye solamente todas aquellas actividades encaminadas
a curar las enfermedades, controlarlas cuando esto no es posible,
aliviar el dolor de los enfermos, cualquiera que sea su modo de
expresión, y ofrecerles consuelo cuando nada de esto es alcanzable.
El resto de los muchos quehaceres que el médico actual tiene
que cumplir rebasa el campo estricto de la medicina, al introducirse
en el correspondiente a una ética de las ciencias biológicas
dirigidas al estudio del ser humano.
Lo anterior no significa que el médico no
pueda ni deba interesarse en esta problemática, esencial
en la cultura de nuestro tiempo, sino que debe tener clara la delimitación
de ambos campos.
La distinción entre Ética Médica
y Bioética
Característica respuesta a los problemas
emanados de la biomedicina durante el último medio siglo,
la Bioética es una disciplina que todavía pudiera
describirse como en busca de una precisión de su campo de
acción. Surgida como tal a principios de los años
setenta del pasado siglo, cuando un oncólogo norteamericano,
Van Renselaer Potter, propuso el término para identificar
una propuesta de una ciencia deductiva moral que ofreciera leyes
y principios seguros para dirimir conflictos y dilemas éticos
derivados de las grandes posibilidades prácticas que se abrían
a las ciencias biomédicas y, yendo más allá
de ellas, a la relación del hombre con el medio ambiente.
Es innegable que se puede fijar el origen de la Bioética
en los grandes escándalos que, producidos en el terreno de
la investigación médica, sacudieron a la opinión
pública norteamericana, como fueron el caso de la inoculación
de treponemas y la producción de sífilis a la que,
además, no se trató, en individuos negros que vivían
en Tuscagee, Ten., a fin de estudiar una vez más la historia
natural de la enfermedad, o el uso de niños afectados con
síndrome de Down para probar vacunas contra la hepatitis,
ambas situaciones que, entre otras más, evidentemente rebasaban
toda consideración de moralidad y pusieron en entredicho
la eticidad misma de la investigación y la práctica
de la biomedicina. Es asimismo innegable que la Bioética
no sólo se deriva en sus orígenes de la medicina,
sino hace suya una buena parte de la ética profesional propia
de ésta. Siendo así, no es de extrañar que
la Encyclopedy of Bioethics que logró conjuntar William Reich
para inicios de los años ochenta, contara en sus contenidos
más de tres cuartas partes directamente centrados en la medicina,
y que uno de los textos considerados como clásicos en la
Bioética, el de Beauchamp y Childress, que va ahora en su
quinta edición, tenga por título PrincipIes of Biomedical
Ethics y no of Bioethics como pudiera esperarse. No es este el lugar
para explayarse en narrar el desarrollo de la Bioética, de
manera que me contentaré con señalar que, como han
evolucionado las cosas, ésta ha abierto un campo de reflexión
que se dirige hacia todas las manifestaciones de la vida en este
planeta y a las posibilidades generadas últimamente para
su manipulación e inclusive para su uso, pero que, con todo,
sigue siendo médica en un 75 u 80%, aunque fundamentalmente
preocupada por los problemas éticos de la investigación
médica y de sus posibles aplicaciones y sus consecuencias,
siempre en términos de biología.
En este sentido, pienso indispensable la integración
de los marcos de reflexión, de la discusión de principios
y de la búsqueda de elementos de vigencia más universal,
que preocupan a la Bioética, en el arsenal ético de
los médicos, pero insistiendo en que ya no es factible confundir
en uno lo que son dos campos de pensamiento filosófico -y
con esto quiero insistir en la necesidad de que le Ética
Médica posea su propio componente filosófico.
Beneficiencia y medicina
El principio capital de la ética hipocrática
fue el de beneficiencia, y éste ha sido también el
más criticado por insuficiente durante los últimos
tiempos. A mi modo de ver, este principio moral es esencial, es
requisito previo a toda "buena" práctica médica.
Actuar siempre por el bien, tomando en cuenta el beneficio que obtendrá
el enfermo a partir de las acciones médicas a las que se
le sujete es el meollo de una medicina, buena en términos
de la calidad que dicha atención médica requiere para
llenar otro requisito fundamental , que es el realizar los actos
médicos consagrados por el conocimiento y los recursos accesibles
en el momento y el lugar en el que se están dando, y buena
en términos de búsqueda del bien a través del
beneficio. Sin embargo, este criterio se ha mantenido por cerca
de dos mil quinientos años adherido al concepto de que quien
mejor conoce cómo se puede beneficiar a un paciente es su
médico, reduciendo su significado a combatir la enfermedad
y prolongar la vida. Operativamente, esta forma de cuidado se convirtió
pronto en lo que se ha dado en llamar paternalismo médico,
en el cual las decisiones corren por cuenta del médico, quien
se considera y a quien se reconoce como el único que sabe
en realidad qué es lo que más conviene al paciente.
Esta forma de atención beneficiente se ha complicado a raíz
de los grandes avances de la medicina en los últimos ciento
cincuenta años y en las posibilidades crecientes de hacer
con que cuenta la medicina de hoy día. Las grandes extirpaciones
quirúrgicas que caracterizaron la medicina de avanzada de
los años sesenta y que pueden ser tipificadas por tratamientos
radicales de diversos cánceres, llevaron por ejemplo a la
consideración de las triste calidad de vida que esperaba
a los pacientes exitosamente "liberados" de su enfermedad,
pero terriblemente limitados en todo lo que significa posibilidades
de disfrutar de su existencia y de llevar a cabo proyectos de vida
dignos. La posibilidad de realizar intervenciones de los más
diversos términos para mantener vivos a pacientes con serios
problemas cerebrales que pueden llegar hasta la muerte cortical
y resultar en estados vegetativos persistentes, ha demostrado que
esa forma antigua de concebir la acción beneficiente del
médico ya no es tan directamente aceptable, sino se ha complicado
terriblemente. Ahora bien, esto no quiere decir que la beneficiencia
deje de ser medular para el acto médico; lo que quiere decir
es que se debe, urgentemente, revisar y desarrollar dicho concepto
y que esto tampoco es tan simple como convertir el beneficio en
el "no perjudicar" o la "no maleficiencia",
como la denominan los filósofos anglosajones, sino ofrece
infinidad de posibilidades en cuanto a la definición de qué
significa realmente beneficiar en términos de la gama de
ventajas y desventajas que la moderna tecnología y los avances
de la ciencia han puesto al alcance de los seres humanos. La necesidad
de convertir el discurso del beneficio de la vida de aquél
que establece como rasero no el incremento numérico de la
cantidad de años o días vividos sino la manera, la
calidad, en la que éstos puedan vivirse ha llevado a considerar
la existencia real de casos en los que la vida que se puede ofrecer
a un paciente merece ser puesta en tela de juicio en cuanto a si
constituye o no un beneficio, así como a replantearnos qué
significa la vida biológica per se y si los mínimos
aceptables para la vida humana no corresponden punto por punto con
ellos. El problema pues no es si se debe o no buscar el beneficio
del paciente, lo cual no puede dejar de ser indispensable a toda
práctica médica, sino el significado mismo de beneficio.
Autonomía
Tales consideraciones y la evolución misma
de la sociedad han traído a colación la necesidad
perentoria de establecer otros parámetros para poder hablar
de una buena práctica médica. El problema a discutir
es "buena, ¿para quién?, ¿para la medicina?
¿la acción emprendida le significará avances
sustanciales?, ¿para el médico? ¿quedará
éste satisfecho de su participación en la búsqueda
del bien del paciente?, ¿del paciente? Este último,
en las sociedades actuales y, sobre todo, en las democracias en
las que, además, se puso en manifiesto que la institución
médica, sobre todo a nivel de investigación procedía
sin tomar en cuenta las ventajas o desventajas de pacientes individuos
sino el avance de un conocimiento científico que, por si
fuere poco, se consideraba ajeno a toda moralidad, ha planteado
que debe de ser tomado en cuenta, ya que las decisiones a tomar
le afectan a él en primer plano. Un problema esencial de
la práctica médica contemporánea se deriva
de que el paciente exige le sean reconocida la mayoría de
edad, en el sentido de que sabe lo que quiere, que conoce mejor
que su médico el proyecto de vida que está llevando
a cabo y los límites de negociación en cuanto a sus
modificaciones y limitaciones, que, en una palabra, está
capacitado para definir lo que le conviene, lo que le beneficia,
y decidir en consecuencia. Un eminente filósofo .historiador
de la medicina coetáneo nuestro, Diego Gracia, ha llamado
la atención en el hecho de que dos de los principios adoptados
y hechos suyos por la bioética, el de beneficiencia y el
de autonomía de la persona, son en realidad dos aspectos
complementarios de la nueva definición de la persona, en
la cual se ha vuelto a resaltar la importancia del libre albedrío.
Lo que ya no es tolerable es esta óptica, es la imposición
a los pacientes de criterios de beneficio que no han pasado ni pasaran
por el cedazo de su conocimiento y aceptación. Si antes el
médico comunicaba al paciente qué procedimientos terapéuticos
pensaba realizar en él y daba por sobrentendido el que necesariamente
le eran benéficos por ser los mejores procedimientos médicos
accesibles y los más encaminados a prolongar su vida y a
subyugar la enfermedad, ahora resulta indispensable informar al
paciente, no de las técnicas involucradas, sino de los riesgos
y consecuencias de los procedimientos y de las posibles repercusiones
que pudieran tener para su vida futura, de manera que pueda valorar
el presunto beneficio que se pone a su alcance los posibles daños
a los que queda expuesto, así como las perspectivas de continuar
gozando de una vida digna. El paciente, democratizado socialmente
y reconocido filosóficamente como persona, como ente autónomo,
y kantianamente, como un fin en sí mismo, adquiere una dimensión
que, históricamente, nunca había tenido, si exceptuaramos
a los miembros de clases dirigentes que siempre han tenido una mayor
injerencia en la dirección del curso de sus vidas y en la
definición de quué permiten que hagan sus médicos
con ellos, aunque recordemos la salvedad que representa un caso
reciente, el del ex - Shah de Irán, quién por considerara
las autoridades, no médicas, de los Estados Unidos que se
necesitaba un sofisticado equipo de rayos X para poderse tratar
una obstrucción benigna de las vías biliares, le impuso
no sólo un tratamiento, sino el lugar y el equipo médico
que debería practicarlo, desembocando todo esto en una complicación
quirúrgica, en cambios desesperados de entorno y en la muerte
del paciente.
Bien, la consideración de la autonomía
de los pacientes ejerciendo su derecho como personas, ha traído
como consecuencia la reclamación de estos derechos por parte
de ellos y la necesidad de que las decisiones médicas, por
lo menos en teoría, sean compartidas entre el médico
tratante o, en su caso el equipo médico tratante, y los pacientes,
comprendido bajo este rubro, en la mayor parte de los casos, su
entorno familiar. Este hecho modifica sustancialmente la práctica
médica y obliga a los médicos a buscar definiciones
amplias de lo que puede significar beneficio para el paciente en
situaciones diferentes de sus vidas y en contextos diferentes. Sin
embargo, no se elimina sino se realza el valor del beneficio, como
fin último de la práctica médica.
La sutileza del diagnóstico
Otro punto en el que se han dado modificaciones
decisivas en los últimos años es el del proceso diagnóstico.
Se ha dado por hecho el que lo mejor para un enfermo es llegar a
dilucidar qué es la enfermedad que tiene y, a seguir, imponerle
un tratamiento. Sin embargo, las posibilidades diagnósticas
actuales han sobrepasado con mucho al arte de la percusión
y la auscultación y cada vez cuentan con más recursos
para penetrar en el cuerpo del paciente y aclarar qué es
lo que está pasando allí. Por ejemplo, jamás
se había siquiera soñado que por medio de una resonancia
magnética coloreada con diferentes contrastes se pudieran
apreciar las columnas neuronales y sus alteraciones estructurales.
Tampoco se había pensado en la posibilidad de realizar estudios
complicados y costosos a pacientes cuyo diagnóstico fue esclarecido
por medios convencionales, esta vez con el fin de encontrar las
posibles aplicaciones futuras de novedades tecnológicas.
Estas consideraciones me llevan a plantear dos problemas: 1. ¿Es
siempre necesario, indispensable, llegar a un diagnóstico?
Y, 2 ¿es, asimismo indispensable, recurrir a los más
recientes y sofisticados avances tecnológicos para llegar
a establecer un diagnóstico? Ambas cuestiones implican consideraciones
técnicas y éticas que se entrecruzan. Podemos aceptar
sin mayores complicaciones que es mejor saber qué enfermedad
se padece que no saberlo, pero, ¿siempre? ¿Qué
hay con aquellos casos en los que la enfermedad sospechada conlleva
la práctica de tratamientos que no serían tolerados
por el paciente debido a sus condiciones generales, o bien debido
a sus creencias y elecciones particulares, mismas que deben ser
perentoriamente exploradas por el médico antes de indicar
cualquier procedimiento, en este caso diagnóstico? ¿Pudiera
ser mejor, y habría que razonar puntualmente y de manera
individualizante en qué casos, no tener un diagnóstico
y dejar que el proyecto de vida del paciente pueda ser llevado adelante
sin ambajes y, sobre todo, sin las limitaciones inherentes a los
tratamientos que se le tendría que sujetar?
La medicina predictiva.
Si bien las ventajas de la detección precoz
de las enfermedades y de los procedimientos preventivos es innegable,
en el momento actual nos hemos enfrascado en una carrera vertiginosa
que nos arrastra al conocimiento, se ha dicho que semejante al de
Tiresias, aquel malaventurado adivino que fue cegado por ver a Afrodita
bañándose y compensado con el don de la previsión
del futuro pero sin posibilidades de influir sobre su curso. Puesto
que podemos perfectamente determinar la edad genética de
ovejas como Dolly o de niños aquejados de enfermedades en
las que la progeria sea un común denominador, sin tener otro
recurso que ser testigos del envejecimiento prematuro y sus consecuencias;
podemos predecir con razonable certeza en qué momento de
la vida un portador de determinados genes podrá presentar
manifestaciones clínicas evidentes de una Corea de Huntington,
pero no podemos posponerla ni menos aún evitarla, ni tampoco,
a ciencia cierta, asegurar que no quedarán por siempre ocultas
en razón de mecanismos todavía ajenos a nosotros que
regulan la expresión o la inhibición de la expresión
de los genes. En estos términos, si bien se puede considerar
el interés primordial del estudio mediante la investigación
más sofisticada de estos mecanismos biológicomoleculares,
situación que es objeto de reflexión bioética,
queda abierta la pregunta de las utilidades diagnósticas
de sus aplicaciones actuales. Nadie dudaría de la bondad
expresada a través de la posibilidad de un consejo genético
que tuviera fines eugenésicos en el sentido de evitar la
transmisión de genes que pudieran hacer expresa una enfermedad;
pero nadie duda tampoco de la gran carga y responsabilidad moral
que se coloca sobre los hombros de los individuos aquejados de estos
problemas, lo cual obliga a reconocer un serio problema de ética
médica en el que quedan involucrados el bienestar y el beneficio
inmediato y a mediano plazo del individuo y su posible contraposición
con el beneficio de generaciones futuras y la responsabilidad naciente
para con la humanidad de los años y los siglos venideros.
La medicina en contextos pluriculturales. Atención
de extraños morales
Otra situación esencialmente problemática
de la práctica médica actual es la ineluctable realidad
de que todo médico atiende extraños morales. Las sociedades
complejas en las que vivimos hoy por hoy implican la convivencia
obligada de creyentes en diversas religiones, de partidarios de
ideologías contrapuestas, de hombres y mujeres de razas diversas
y provenientes de medios culturales asimismo variados. La imposición
de los parámetros de moralidad de los grupos dominantes en
una sociedad determinada son cada vez más puestos en tela
de juicio y frecuentemente condenados en razón del respeto
debido a las decisiones autónomas que deben ejercer las minorías.
Esto lleva a la coexistencia con y la atención de pacientes
que no necesariamente comparten los conceptos morales del médico
y que, en su momento, le van a poner frente a decisiones que para
él puedan ser inmorales. El problema no es estrictamente
de tolerancia en términos de ceguera, ni siquiera en los
de una tolerancia que se esfuerza por entender las razones del otro,
sino se establece como el de tener que zanjar las diferencias y
participar en las decisiones de estos extraños morales a
los que le unen los vínculos de ser sus pacientes, sin tener
necesariamente que renunciar a la propia individualidad moral. Un
ejemplo vigente es la exigencia de que los médicos contratados
por los hospitales de los Servicios Médicos del Distrito
Federal, en donde se ha aceptado una legislación de aceptación
limitada del aborto, estarían obligados a practicar los legrados,
siempre y cuando tengan la capacidad técnica de hacerlo,
pero independientemente de sus propias convicciones morales. Es
así que el problema de la objeción de conciencia ha
pasado a ser un punto de discusión de actualidad, aunque
también es evidente que, a pesar de que esta, en términos
de la autonomía del médico deba ser respetada, éste
no tendrá más remedio que aceptar de ipso la decisión
moralmente fundada de otros y participar, no en la realización
de los procedimientos, sino en la salvaguarda de los intereses de
los pacientes.
Las nuevas modalidades de la relación
médico-paciente
Gran parte de las consecuencias morales y la necesidad
de que la ética profesional de los médicos sea enriquecida
mediante la reflexión filosófica a la que no podemos
sacar el bulto si nos consideramos responsables del ejercicio de
una medicina que tienda al bien de nuestros pacientes y al desarrollo
del médico también en la esfera de lo moral, repercuten
en la estructuración misma de la relación médico
paciente. Me limitaré a señalar algunas de ellas.
En primer término, podemos estar seguros
de que la relación paternalista propia de la medicina de
otros tiempos es una especie en peligro de extinción. El
médico se ve cada día más presionado a reconocer
los intereses del paciente que, no siendo estrictamente médicos,
sí pueden sufrir modificaciones importantes y aún
definitivas en función de los diagnósticos establecidos,
del curso natural de las enfermedades o de las limitaciones y secuelas
dejados por los procedimientos diagnósticos y terapéuticos.
En este sentido, quiero sólo expresar la urgencia del desarrollo
de un humanismo médico cualitativamente diferente del que
hemos venido poniendo en práctica por siglos y que responda
a las exigencias culturales y sociales de la práctica médica
actual. La visión idílica de un conocimiento enfrentado
a una confianza, de la definición que daba don Ignacio Chávez
de una buena relación médico paciente, se va haciendo
cada vez más distante de la realidad, en la cual el paciente
puede llegar, como sucede en la práctica médica común
y corriente en la sociedad norteamericana, a ser el enemigo esencial
del médico al encarnar un papel social de desenmascarador
de agravios, de manera que orilla al establecimiento de modelos
contractuales de relación entre ambos, en los que la medicina
se toma necesariamente en defensiva y poco inclinada a ver por el
beneficio del paciente y, en cambio, cada vez más cercana
a la salvaguarda de los intereses pecuniarios de ambas partes.
Por otra parte, debemos tener presente la existencia
de sistemas de medicina administrada, públicos y privados,
lucrativos y de beneficencia, pero en todos los cuales la relación
médico-paciente es modificada por la aparición de
un intermediario, que es la institución, que impone intereses
y orientaciones que no necesariamente hacen referencia al beneficio
hasta ahora implícito en todo acto médico. La ética
de estas nuevas modalidades de relación, el deslinde de la
responsabilidad moral del médico servidor de una institución
y ésta misma, y de ambos para con los pacientes, constituyen
un terreno nuevo en el cual la urgencia de su discusión y
esclarecimiento no puede escapar a la vista de nadie que sea responsable
ante los imperativos de la práctica actual de nuestra profesión.
Finalmente, no pueden dejarse de considerar los
imperativos que los paradigmas de la salud pública y la antropología
médica imponen a la práctica médica al integrar
en ella el criterio de colectividad, de comunidad, de población,
conjuntamente con las aplicaciones morales que conllevan para la
medicina. Esto ha permitido que en las éticas médicas
de corte benthamiano o derivadas del pensamiento de Stuart Mill
se insista en el bien común y su preponderancia sobre el
individual. Solamente deseo señalar la existencia de este
campo, que sobrepasa muchos de los términos fijados antes
del siglo último para la práctica de la medicina y
que es fuente de dilemas morales y reflexiones éticas de
trascendencia.
Como corolario, pienso que es evidente que vivimos
una crisis de la ética médica que nos obliga a tomar
cartas en asunto, a hacemos responsables de reflexionar, de enriquecer
los contenidos de esta nuestra ética profesional y contribuir
así a mantener a la práctica médica en el nivel
de beneficente y promotora del desarrollo moral de muchos seres
humanos.
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