Seminario
El Ejercicio Actual de la Medicina

EL SIGNIFICADO ACTUAL DE
"PRIMUM NON NOCERE"

ALBERTO LIFSHITZ

Regresa

Introducción

La traducción de la alocución latina Primum non nocere, atribuida a Hipócrates, acepta varias formas, aunque se reconocen diferencias sutiles entre ellas:

"Primero no hacer daño"
"Sobre todo no hacer daño"
"Ante todo no hacer daño"
"Primero que nada no dañar"
"Antes que nada no dañar"

Se refiere, entonces, al deber de los médicos de no causar daño, deber que se ubica como prioridad en la jerarquización de obligaciones éticas, según se muestra, por ejemplo, en el libro de William Frankena1, expresadas en orden de mayor a menor compromiso:

  1. La obligación de no producir daño o mal.
  2. La obligación de prevenir el daño o el mal
  3. La obligación de remover o retirar lo que esté haciendo un daño o un mal.
  4. La obligación de promover lo que hace bien.

Se da por sentado que ningún médico tiene la intención de dañar. Más aún, el médico ha sido considerado “la segunda víctima” en los daños yatrogénicos, no sólo por el riesgo que implica exponerse a demandas y reclamaciones, sino porque tiene que enfrentar las culpas y remordimientos que un profesional responsable siente cuando percibe que perjudicó a su enfermo2.

Pero aún el daño involuntario puede significar una responsabilidad ética en tanto que, por ejemplo, participen la falta de previsión y los errores evitables, no se diga la negligencia, ignorancia o fraude. Colocar este compromiso “sobre todo”, “antes que nada” y “primero que nada” hace énfasis en lo paradójico que resulta que una profesión que tiene el propósito de hacer el bien pueda resultar dañina, y que a veces resultaría preferible ni siquiera intentar hacer el bien si al hacerlo se pudiera generar daño.

El doble efecto de las acciones del médico

En su interpretación más literal, el primum non nocere provocaría una parálisis operativa pues obligaría a evitar cualquier acción médica, dado que todas ellas tienen el riesgo de dañar. La potencialidad de hacer daño es inherente a la práctica de la medicina. De hecho, cada una de las acciones del médico tiene un efecto bueno y un efecto malo: la extirpación de un tumor puede salvar la vida pero produce dolor y a veces discapacidad y mutilación; todos los medicamentos tienen efectos adversos además del efecto benéfico; administrar una inyección propicia, desde luego, el acceso del medicamento al sitio en el que debe actuar, pero produce al menos dolor y tiene el riesgo teórico de una lesión nerviosa o un absceso, etc. Esta duplicidad de efectos se regula éticamente bajo el llamado "principio del acto de doble efecto"3. Este principio señala que es lícito realizar una acción de la que se siguen dos efectos, uno bueno y otro malo, siempre y cuando se satisfagan cuatro condiciones:

  1. La acción en cuestión ha de ser buena o, al menos, no mala; es decir, indiferente o permitida.
  2. No se desea el mal resultado; no entra en la intención de la gente causar mal alguno.
  3. El buen resultado no es consecuencia del mal, es decir, no se usa un mal como medio para obtener el fin (bueno), sino que aquel es un hecho colateral nada más.
  4. Lo bueno tiene que ser proporcionado, es decir, en el resultado final el bien obtenido debe superar al mal accidental acumulado.

Para ilustrar este principio se suele utilizar el ejemplo de una mujer embarazada con cáncer del cuello uterino4 en la que la única posibilidad de curación implicaría una histerectomía que, necesariamente, provocaría la muerte del feto inviable. Abstenerse de alguna de acción terapéutica llevaría a la muerte de ambos, madre e hijo, en tanto que la histerectomía podría preservar la vida de la madre. Aplicando las reglas del “acto con doble efecto”, la histerectomía es, en sí misma, buena en tanto que puede ser curativa del cáncer; la intención del actuante no es la de provocar la muerte del feto; el buen resultado no depende de que el feto muera y se podría juzgar que el resultado final es que el bien supera al mal, pues tendríamos un muerto en vez de dos.

Práctica heroica VS curación natural

Los médicos nos ubicamos entre dos tendencias extremas a propósito de las intervenciones que pueden producir daño. Históricamente, en uno de los extremos se encuentra la llamada “práctica heroica” en la que lo importante es salvar la vida sin importar que se cause sufrimiento o algún daño marginal; en este extremo se ubican el encarnizamiento terapéutica y los llamados tratamientos extraordinarios, útiles u optativos. En el otro extremo se ubican los partidarios de la “curación natural”, quienes intervienen lo menos posible para permitir actuar a las “fuerzas de la naturaleza” suponiendo que son benéficas “vis medicatrix naturae” y el nihilismo terapéutico. Los primeros tienden a producir daños por exceso (comisión) y los segundos por insuficiencia (omisión). La mayoría de los médicos nos encontramos lejos de estos extremos pero hay colegas y especialidades que se aproximan a un uno de ellos. Por ejemplo, la cirugía, los cuidados intensivos y las áreas intervensionistas de la cardiología o la imagenología tienden a la “práctica heroica”, y las especialidades más generalistas hacia la “curación natural”. En la organización actual de los servicios de salud también se identifican modelos que promueven en uno u otro sentido: hacia la yatrogénesis por comisión los que incentivan la sobreutilización de servicios y tratamiento innecesarios, y hacia la omisión los que niegan estudios o tratamiento necesarios con base en la falta de apoyo financiero o de las debidas autorizaciones por parte de los pagadores.

El principio de no maleficencia

La obligación de no hacer daño se consagra en uno de los principios de la ética médica contemporánea, el llamado “principio de no maleficencia” que junto con los de respeto a la autonomía, beneficencia y justicia constituyen la trétada en que se sustentan una ética de principios propuesta por Beauchamp y Childress5, la que ha sido muy ampliamente aceptada y que constituye la expresión más representativa de la ética médica norteamericana de hoy en día6.

El daño yatrogénico es bien reconocido como una de las causas de enfermedad o lesión7. Si dentro de este daño potencial se consideran no sólo las consecuencias físicas sino también las psicológicas, morales, económicas y otras, se tiene que admitir que los médicos (o los sistemas médicos) nos encontramos entre los agentes etiológicos más frecuentes de daño a los pacientes. El Institute of Medicine de Estados Unidos publicó en 2000 un texto llamado “Errar es humano. Construyendo un sistema de salud más seguro”8 en el que estiman una 98,000 muertes anuales por errores médicos, cifra que excede la de muertes por accidentes de vehículos automotores(43,458), cáncer de mama (42,297) ó infecciones por VIH (15,516). Se estima que más de 13% de los ingresos a un hospital se deben a efectos adversos del diagnóstico o el tratamiento y que casi 70% de las complicaciones yatrogénicas son prevenibles9.

El calificativo de daño iatrogénico puede resultar injusto a partir de la idea de que muchas de las consecuencias nocivas de los actos médicos dependen más bien de las condiciones en que estos se efectúan, por ejemplo, sin los recursos necesarios o atendiendo a normas inconvenientes. Sharp y Faden10 han propuesto el término de daño comiogénico (del griego Komein, misma raíz que en nosocomio o manicomio) para referirse a lo producido por médicos, enfermeras, técnicos, personal administrativo, personal de apoyo, farmacéuticos, productores de medicamentos o material de curación, administradores o políticos de la salud.

El aceptar que la probabilidad de producir daño está implícita en las acciones de los médicos no significa dejar de reconocer que una alta proporción de estos daños son evitables, particularmente los que dependen de negligencia, imprevisión, errores, fraude o ignorancia injustificable. Ciertos daños iatrogénicos como la alopecia consecutiva a la quimioterapia antineoplásica o el hipercortisolismo por tratamiento de una enfermedad autoinmunitaria grave no sólo son evitables sino que pueden justificarse en términos de los beneficios obtenidos; estos daños se suelen llamar predecibles, anticipados, justificados, conscientes, necesarios, inocentes, explicables o calculados. Una reacción alérgica o idiosincrásica a un medicamento, a pesar de que se hizo un interrogatorio al respecto se tomaron las medidas para minimizarla, también puede resultar inevitable; este daño se conoce aleatorio, impredecible o accidental. Pero, a partir de la experiencia en otros ámbitos se ha podido constituir el concepto “accidente o error latente”, que es uno que está “en espera de ocurrir” y que ha permitido una reducción significativa en la frecuencia de consecuencias indeseables11, por ejemplo, en las empresas de aviación.

El daño y las teorías éticas

El juicio a partir sólo de los daños sin considerar las circunstancias y el proceso, juicio en el que frecuentemente caen los pacientes, familiares, la sociedad, los medios de comunicación y muchas veces lo abogados, deja de lado el análisis de que se hubieran cumplido estrictamente los estándares de la profesión y, a pesar de ello, ocurrió un desenlace desafortunado. El daño iatrogénico se puede, entonces, juzgar desde una perspectiva teleológica a partir de los resultados de una acción, o desde la perspectiva deontológico considerando sólo la acción misma, al margen de los resultados. En otras palabras, en el primer caso la presencia de daño obliga a considerar que las acciones que lo precedieron no fueron éticamente correctas, independientemente de que se ajustaran o no a las reglas y preceptos que regulan tales acciones; en el segundo caso se juzga si las acciones se hicieron conforme a las reglas establecidas, independientemente de que el resultado no haya sido bueno. Lo peculiar de nuestra sociedad contemporánea es que estos dos tipos de teorías éticas coexisten, que a veces se aplican a unas y a veces a otras, lo que origina no pocas confusiones y contradicciones.

Más que no hacer daño, el precepto Primum Non Nocere considera una auténtica ponderación del cociente beneficio/daño, es decir, la decisión que en algunos casos vale la pena correr el riesgo de producir una daño puesto que se obtendrá un beneficio considerable y, en todo caso, siempre intentando minimizar tanto el riesgo como la magnitud del daño mismo12. Por supuesto que se abarca la obligación de no producir daño evitable como el dolor postoperatorio o el del paciente terminal, no generar angustia innecesaria, no crear en el paciente dependencias superfluas, no incrementar las culpas relacionadas con la enfermedad y prevenir los gastos evitables. El retorno a la idea de jerarquizar al paciente por encima de cualesquier otros intereses vuelve a hacer énfasis en evitarles daños o sufrimientos; en distintas épocas han competido con el paciente – como interés primario incuestionable de los médicos -, los valores académicos, la preservación del buen nombre del facultativo o de la institución, la necesidad de conservar el empleo, el cumplimiento del protocolo de investigación, ya no se diga los valores económicos o promocionales.

El llamado “Estatuto de profesionalismo para el nuevo milenio”13, destinado a sustituir al juramento hipocrático si alcanza suficiente consenso, propone entre sus principios, la primacía del bienestar del paciente y su autonomía, y como compromiso de los médicos la competencia profesional, la honestidad con los pacientes, el mantener relaciones apropiadas con ellos, mejorar la calidad de la atención, la fidelidad al conocimiento científico, las responsabilidades profesionales y la confiabilidad en el manejo de los conflictos de intereses.

Alterativas para reducir el daño.

Admitiendo que el daño iatrogénico no es evitable en términos absolutos, sí lo es en términos relativos y conviene analizar lo que se puede hacer para reducirlo al mínimo ineludible. El propio estudio del Institute of Medicine de Estados Unidos propone algunas medidas que podrían adoptar los gobiernos14. La relativamente reciente e indudablemente creciente regulación social de la práctica médica, en la que los médicos somos vigilados por nuestros pacientes, la comunidad, los grupos organizados y nuestros pares, ha reducido la excesiva libertad de que los médicos gozábamos para, literalmente, hacer lo que quisiéramos con nuestros enfermos, e introduce una saludable supervisión que, si no llega a extremos ni se maneja visceralmente, puede contribuir a que pongamos más cuidado en nuestro trabajo.

Considerando que los riegos de errores o accidentes ocurren más frecuentemente cuando los médicos y el personal son inexpertos, cuando se trata de procedimientos nuevos, cuando los pacientes se encuentran en los extremos de la vida, se otorgan cuidados complejos o atención de urgencia y en los pacientes con estancia prolongada en el hospital, conviene considerar todas estas condiciones como de “accidente o error latente” y extremar las medidas precautorias.

Igual que los estudiantes no suelen denunciar a sus compañeros cuando copian en el examen porque jerarquizan el compañerismo por encima de la honestidad, los médicos no solemos denunciar los fraudes que se cometen contra la salud y contemporizamos con su existencia. Tal vez la conciencia de lo complejas que son las decisiones médicas nos limita para ser jueces de las acciones de otros, y los ejemplos en los que algunos compañeros, por parecer salvadores, calientan la cabeza de los pacientes o sus familiares en contra de un colega, nos han vuelto prudentes. No obstante, debiéramos ser los primeros en denunciar prácticas fraudulentas de los charlatanes y encontrar algún sistema para combatirlas.

Por otro lado, el mejor frente que se puede dar ante el “movimiento de emancipación de los pacientes”, es arraigarse en los valores y principios de la profesión. El respeto a la autonomía del paciente, en la medida en que lo alienta a participar en las decisiones que le conciernen, también lo hacen corresponsable informado, de tal modo que difícilmente podrá sentirse engañado o defraudado. Incluso, se menciona que el término “consentimiento” ha sido ya superado, en la medida en que el médico se va convirtiendo en un consejero y asesor, más que en un decisor paternalista15.

Debiera retomarse la educación ética y en valores, no tanto en forma de una asignatura curricular concreta, sino en la creación de espacios para la reflexión cotidiana, a propósito de los casos de todos los días. La propuesta de la medicina basada en evidencias, que recomienda la mejor alternativa existente procedente de la investigación científica para la atención de los pacientes individuales seguramente reducirá los daños involuntarios que se inducen en los enfermos.

En cuanto a la posibilidad de evitar los errores y accidentes, se puede tomar ejemplo de las compañías de aviación16, sistematizando los procesos a través de protocolos que consideren los errores latentes, los individuos de alto riesgo y las circunstancias.

Otra propuesta, que también procede del ejemplo de las compañías de aviación, es la de sacar provecho de los errores; con este propósito se han diseñado, por ejemplo, actividades académicas que complementan las sesiones anatomoclínicas, pero que se centran en los errores de los médicos y en la seguridad de los pacientes17, bajo una metodología cuidadosa y respetando la confidencialidad debida. Se ha considerado la conveniencia de separar los errores de las culpas, instituir un sistema para reportar errores y accidentes, de diferenciar los errores de los “eventos adversos”, y de catalogar los errores y accidentes según sean o no significativos 18, 19, 20, 21.

Algunas propuestas al alcance del médico individual.

En resumen, más que dar preponderancia a la obligación de no hacer daño en términos absolutos o en sentido abstracto, hoy el precepto primun non nocere se puede concretar en las siguientes sugerencias para los médicos las que, desde luego, no son exhaustivas:

  • Refrendar el compromiso con el paciente antes que con nada ni nadie.
  • Sistematizar o protocolizar los procedimientos a manera de prever las contingencias y minimizar los riesgos.
  • Evitar a toda costa el sufrimiento innecesario.
  • Valorar siempre los beneficios en función del riesgo.
  • Evitar las acciones superfluas o excesivas.
  • Mantenerse permanentemente actualizado y apto para ofrecer siempre la mejor alternativa existente.
  • Minimizar la magnitud de los desenlaces dañinos inevitables.
  • Prescribir sólo lo indispensable.
  • Consultar las dosis e indicaciones de los medicamentos; no hay ningún desdoro en hacerlo frente al paciente.
  • Si hay una persona más apta que uno para realizar un procedimiento, referirle al enfermo o solicitarle asesoría y supervisión.
  • En igualdad de circunstancias, elegir la opción menos costosa.
  • Denunciar fraudes y charlatanes. Probablemente será necesario crear un sistema para ello, en donde se eluda el riesgo de canibalismo por razones de competencia comercial.
  • Dedicar tiempo suficiente a las explicaciones.
  • Informar debidamente al paciente de los riesgos y de la necesidad de informar al médico sobre los eventos adversos y reportarse.
  • Considerar la autodeterminación del paciente competente y hacerlo participar en las decisiones que le conciernen.
  • Analizar los propios errores y sacar debido provecho de ellos corrigiendo los defectos y superando la ignorancia. Ello significa una práctica reflexiva y dialéctica, que elude las rutinas.

Seguramente hay muchas recomendaciones más, pero todas se centran en el arraigo en valores y principios ancestrales de la profesión, en el cuidado y el esmero que se deben poner en el trabajo, en la sistematización de los procedimientos, la autocrítica honesta y el aprovechamiento de las estrategias que han resultado útiles en otros campos.

BIBLIOGRAFIA

  1. Citado por Becauchamp TL, Childress JF: Principles of Biomedical Ethics (5a edición). Oxford University Press.
    New York. E.U.A. 2001. Pág. 114.
  2. Leape LL, Berwick DM: Safe health care: are we up to it? BMJ 2000;320:725-26.
  3. Sándaba J: Diccionario de Ética. Editorial Planeta. Barcelona. España. 1997. Pág. 93
  4. Durand G: La bioética. Editorial Descleé de Brorouwer. Bilbao. España. 1992. Pág. 23-8
  5. Beauchamp TL, Childress JF: Principles of Biomedical Ethics (5a edición). Oxford University Press. New York.
    E.U.A. 2001.
  6. Gracia D: Planteamiento general de la bioética. En: Couceiro A (ed): Bioética para clínicos. Editorial Triacastela.
    Madrid. España. 1999. Pág. 9-35.
  7. Guarner V:Nuevas tecnologías y nuevos daños iatrogénicos. Gac Med Méx. 1995;131:533-51
  8. Kohn LT, Corrigan JM, Donaldson MS:To err is human. Building a safer health system. National Academy Press.
    Washington C.C. E.U.A. 2000
  9. Sharpe VA, Faden AI: Medical Harm. Historical, Conceptual and Ethical Dimensions of Iatrogenic Illnes .Cambridge
    University Press. United Kingdom. 1998. Pág. 1
  10. Op cit. Pág.117
  11. Bates DW, Gawande AA: Error in Medicine: GAT we Have Learned. Ann Intern Med 2000;132:763-7
  12. Jonsen AR, Siegler M, WinsladeWJ: Clinical Ethics (3a ED.). McGraw-Hill. E.U:A. 1992. Pág. 15
  13. American Board of Internal Medicine, American College of Physicians. American Society of Internal Medicine,
    European Association of Internal Medicine
    : Medical Professionalism in the New Mellenium: a Physician Charter.
    Ann Intern Med 2002;136:43-6
  14. Kohn LT, Corrigan JM, Donaldson MS: Op cit.
  15. Solomon L, Holmes S: Consent is outdated concept. BMJ 2001;332:1421
  16. Helmreich RL: On error management: lessons from aviation. BMJ 2000;320:781-5
  17. Wachter RM, Saint S, Markowitz AJ, Smith M: Learning from aour mistakes: quality grand rounds, a new case-
    bases series on medical errors and patient safety
    . Ann Intern Med 2002;136:850-2

  18. Fough MH: Analysis of adverse event must result in improvement in care. BMJ 2001;332:1421
  19. Wilson T: System for reporting errors in not highest priority to decrease errors. BMJ 2001;332:1421
  20. Turton C: Media tend to link error with blame. BMJ 2001;332:1421
  21. Rubin G: Terminology of error is important. BMJ 2001;332:1421

 

 

Regresa