Centro Interamericano de Estudios de Seguridad Social

Ciclo

"Nuevo Milenio. La política social, el urgente desafío de América Latina"

"Latinoamérica: ¿Continente o Proyecto?"

Federico Reyes Heroles
México, D.F.
16 de noviembre de 1999

A decir de Sir Francis Bacon, el conocimiento surge más fácilmente del error que de la confusión. En este final de siglo, inmersos en los movimientos milenaristas, muchos olvidan los errores. Con ello generan confusión. Por un lado, los fatalismos que sólo ven nubes negras. Para los seguidores de esta actitud vital quebrada que pretende ser doctrina, el recuento de los errores no vale la pena. ¿Para qué enlistar los desvíos, si el destino está escrito? Por el otro, está el galope de un optimismo preñado de ingenuidad. ¿Errores? Ustedes siempre con su pesimismo —nos reclaman— tan inútil como amargo. Para qué andar con tormentas particulares frente al caudal de prosperidad que se viene. Encontrar el equilibrio es el reto. Si Latinoamérica no hace una lectura justa de sus desviaciones y potencialidades, muy probablemente llegue tarde a su cita con la historia. En ello radica la diferencia entre ser una simple coincidencia lingüística o geográfica, continente sin contenido, o ser proyecto, substancia con rumbo. Comencemos con las buenas nuevas

El siglo XX nos trajo múltiples sorpresas de las cuales podemos desprender energías para el optimismo. A principios de siglo, incluso en las sociedades más avanzadas, las labores de extracción, agricultura y pesca, abrazaban a altos porcentajes de la población económicamente activa. Millones de familias dejaban su salud y su vida, no es metáfora, en los duros trabajos del sector primario. Quién nos iba a decir que, gracias a la tecnificación, vendría un rápido desplazamiento hacia el sector secundario y terciario que aliviaría la vida de decenas de millones

La polarización de la sociedad planteada por el marxismo, tropezó con la tecnología. La tajante división entre la clase que entregaba su trabajo y la que se apropiaba de él, simplemente no contempló a las inmensas clases medias que vendrían a alterar todo el horizonte. El género de vida pesó más que la clase social. Por si fuera poco, el sector terciario, los servicios, nos dieron otra gran sorpresa. Lo que en el siglo XIX era contemplado como trabajo superfluo, en la segunda mitad del siglo XX, ha demostrado que puede ser el mayor empleador de la sociedad. Además el crecimiento del sector servicios tuvo un impacto cualitativo del cual poco hablamos. Lo que hace un siglo era trabajo de servidumbre con una relación directa hacia el patrón, se transformó en una contratación moderna que liberó de los yugos de la relación personalizada a millones de seres humanos. El trabajo masivo en los campos fue sustituido por el trabajo masivo en las fábricas que después fue sustituido por el trabajo masivo en los servicios. Gracias a ello las condiciones de los trabajadores mejoraron cualitativamente. El trabajador, empleado promedio de este final de siglo, poco tiene que ver con el de hace 100 años. La disminución de trabajadores en el sector primario es un proceso doloroso por la migración campo-ciudad, pero socialmente deseable en tanto que facilita la generalización del bienestar. En América Latina de las 21 principales naciones del área sólo cuatro: Argentina, Chile, Uruguay y Venezuela, tienen menos del 15% de su población en zonas rurales, lo cual nos da una idea del largo trecho que nos queda por andar en urbanización y transformación social. En otras naciones la vana intención de perpetuar al campesinado en su ancestral condición ha tenido un impacto siniestro. En lugar de encauzar racionalmente la necesaria transformación social, los atavismos han abierto un abismo entre las condiciones de las familias campesinas y las urbanas. En los países donde se impulsó el crecimiento de las clases medias, la desigualdad interna disminuyó considerablemente. No hay demasiados instrumentos nuevos de justicia social: educación, empleo, salarios remuneradores y un sistema fiscal progresivo. En los estados bien financiados, con una base fiscal sólida, el gasto social en proporción al producto interno bruto pudo crecer y atender así las necesidades sociales para procurar una sociedad más justa. Pero ello supone una economía integrada en donde todos los ciudadanos que deben aportar fiscalmente lo hacen. En América Latina las economías informales, resultado en ocasiones de procesos productivos ancestrales han generado un lacerante círculo vicioso. El estado no recauda lo que debe, es débil y por lo tanto no puede gastar lo que debe en los que más lo necesitan.

La urbanización es un proceso imprescindible paralelo a la modernización. Esta puede ser planeada o caótica. Depende de la actitud que se asuma. Si se quiere aprender de los errores de México, Brasil y Venezuela entre otros, los latinoamericanos deberán hacer un serio esfuerzo por racionalizar la incontenible migración campo-ciudad. Fabelas, ciudades perdidas, villas miseria, igual en Acapulco o la Ciudad de México que en Caracas o Río de Janeiro son la lección más patente del error.

Pero, si ver disminuir dramáticamente al trabajador del sector primario, gracias a la tecnología, ha sido una gran sorpresa histórica, y si el estancamiento del trabajador de "cuello azul" y después su disminución proporcional también asombró a los teóricos más sólidos, el crecimiento inaudito de la llamada sociedad del conocimiento simplemente quebró todos los moldes. Pero para ello el nivel básico de educación debe encontrarse cercano a los 12 años en promedio. En América Latina sólo cinco naciones reúnen ese requisito. Recientemente un investigador proponía medir el registro de patentes en Estados Unidos como el factor actual más importante de generación de riqueza. La tesis es muy sencilla pero supone una auténtica revolución: son los países capaces de crear nuevas tecnologías los que podrán generar más riqueza. Los datos son más que una curiosidad. En 1985 las compañías de Corea del Sur registraron alrededor de 50 patentes, cifra muy similar a la de todos los países de América Latina en el mismo periodo. Para final de siglo, Corea del Sur está registrando alrededor de 3,400 patentes anuales, mientras que los países más grandes de América Latina no han superado la marca de las cien patentes cada uno: Brasil 88, México 77, Argentina 46 y Venezuela 29.

Los datos de los países que conforman la punta de lanza no dejan de ser asombrosos. Según reporta otro investigador de la UNAM con datos del Banco Mundial, en algunos países de la OCDE la creación y difusión del saber genera ya casi la mitad del PIB. A la par, los requerimientos profesionales se incrementan: más del 70% deberá contar con formación técnica o cursos de perfeccionamiento. Hace dos siglos los inversionistas más astutos fincaban sus esperanzas en la propiedad rural. Hace un siglo las miras estaban puestas en el capital industrial, en los bienes de capital, en la maquinaria. En este final de siglo el ser humano debe de invertir en el conocimiento. La competencia será cada día más feroz. Veamos algunas cifras. En Estados Unidos por cada 100,000 habitantes 5,300 están matriculados en estudios universitarios; la cifra asciende a 7,000 en Canadá. En Costa Rica son 3,000; en México 1,600. En 1995 México aportaba apenas el 0.2% de los conocimientos patentables en el mundo, siendo que representa el 1.6% de la población total. El reto es claro, creer en el capital humano, invertir en él.

Pero esa expresión, conocimiento, que en ocasiones puede resultar un poco abstracta, en realidad significa que el hombre deberá de invertir en investigación, en ciencia y tecnología, al fin y al cabo en el propio ser humano. La tesis del "hombre educado" de Peter Drucker, pareciera confirmarse. El mejor escenario para el inversionista, está ahí donde encuentre al hombre mejor educado. Todo pareciera indicar que la clave para el futuro no radica en buscar a la mano de obra barata, como lo plantearon algunos simplistas, sino la mano de obra educada, capacitada, adiestrada en las nuevas habilidades que la planta industrial y de servicios requiere. La moral justiciera del marxismo se topó en este siglo con el hecho de que el inmoral mercado era mucho más eficiente para generar justicia.

La confrontación social entre clases tendió a disminuir en la segunda mitad del siglo XX, pero sólo en los países con periodos de crecimiento sostenido muy prolongados. Una de las expresiones de esa tensión, la afiliación sindical, que hoy está en fuerte declive, lo muestra. Pareciera que los intereses de los trabajadores ya no se expresan exclusivamente por esa vía. Hay algunos datos de nuevo asombrosos, por ejemplo el hecho de que las ventas de computadoras y las suscripciones a Internet, crecen casi al doble entre los trabajadores sindicalizados de lo que lo hacen entre el ciudadano común. Quizá la fuerza sindical ya no radicará en la defensa obstinada de las plazas de trabajo amenazadas por la tecnología, sino en la capacidad de alertar a sus trabajadores sobre los nuevos requerimientos del empleador. Además, por el envejecimiento de las pirámides poblacionales de la mayoría de los países industrializados y también de los latinoamericanos, los fondos de pensiones crecerán brutalmente en las próximas décadas. Su manejo es otro nuevo factor de poder real.

Si el principio de siglo comenzó proponiendo la agrupación, sindicatos y partidos políticos, como el gran instrumento de combate y lucha social, el final de siglo lanza de nuevo al individuo, a través de la tecnología, como el eje de la sociedad. Seguir los pasos, conocer los temores, las inquietudes, las ambiciones de ese anónimo ciudadano, es un trabajo cotidiano tanto de las empresas de mercadeo como de los políticos profesionales. Una imagen mal concebida, un concepto mal aplicado y, a través de una tecla, millones de ciudadanos harán saber su opinión. Así la agrupación física, la membresía, la afiliación, la pertenencia a un sindicato, han sido sustituidos, por lo menos en parte, por la presencia virtual. Los efectos que ello tendrá en un futuro sobre la representación política, son hoy inescrutables. ¿Podemos imaginar un parlamento virtual? De ser la respuesta afirmativa, tendríamos que preguntarnos si las ciudades capitales tendrán algún sentido en el futuro. El ciudadano y el representante popular podrán estar en un contacto estrechísimo y, a la par, totalmente impersonal.

Razones para el optimismo hay muchas, por ejemplo, el avance de la democracia formal. A principios de siglo, se registraban poco menos de 45 naciones. Pero sólo en seis se reconocía algo similar a un sistema democrático tal y como hoy lo concebimos. Hace alrededor de un año The New York Times, reportaba que más de la mitad de la población mundial, vivía ya bajo un régimen democrático. Es un hito histórico. Por si fuera poco este logro, el último cuarto de siglo nos dio otra sorpresa. El acelerado movimiento de capitales hizo necesario que los inversionistas ampliaran su visión. Aparecieron así los vigías globales. Hace apenas veinte años los inversionistas que salían a buscar nuevos mercados, tomaban básicamente en cuenta para su decisión, el tamaño de los mismos, el ingreso per cápita y sus posibles utilidades. Hoy en día, la evaluación es mucho más compleja, para el bien de los ciudadanos del mundo. Los inversionistas hoy quieren saber, por supuesto, cómo se encuentran las economías de los distintos países, dónde andan las tasas de interés y de inflación, etc. Pero además indagan qué tan institucional es un país, qué tanta educación van a encontrar en él, en qué niveles se encuentra la corrupción.

Notabilísimo avance en la sensibilidad global son las mediciones de libertad, política y de prensa, o el grado de democratización de un país. Nuevos termómetros, nuevos vigías surgen todos los días. La conciencia global habla de una nueva civilización. Las agencias privadas y las instituciones públicas se encargan de ir afinando las mediciones para que, a través de una pantalla, pueda aparecer un retrato, lo más fiel posible, del estado en que se encuentra un determinado país. En este final de siglo, y gracias a la globalización política, muchos muros y barreras han caído facilitando que el ser humano conozca, cada día mejor, al propio ser humano. No se trata exclusivamente de un planteamiento moral o ético, sino de un pragmatismo que vincula claramente el grado de libertad de un país, en todos sus órdenes, con el crecimiento y el bienestar.

Si la ilustración logró llevar trabajosamente los primeros derechos políticos básicos de los individuos a través de los océanos, la globalización, en este final de siglo, ha incorporado muchos nuevos agentes civilizatorios, para utilizar la expresión de Braudel. Agente civilizatorio es el hecho de que podamos comparar descarnadamente asuntos que antes se escudaban en un falso concepto de soberanía. Todo acto de comparación supone, en el fondo, estar dispuesto a aceptar lecciones del otro. Todo acto de modernización, como lo dijera el maestro O’Gorman, implica imitación. A diferencia de lo que ocurría apenas hace cien años, hoy tenemos un cuadro de información básica de lo que ocurre en nuestro planeta como nunca soñaron los mejores utopistas.

Pero es precisamente por esa información que hoy, menos que nunca, podemos evadir la enorme responsabilidad de saber. Hoy podemos comparar, día a día, el nivel de libertad en una contienda política, o el grado de certidumbre en los derechos patrimoniales, o el nivel de corrupción de las sociedades. Eso facilita decisiones más informadas. Simplemente como condimento de esta visión optimista, habría que agregar que gracias al creciente comercio global, gracias al abaratamiento en los costos del transporte, gracias al incremento en la tecnología, muchos bienes y servicios que hace medio siglo resultaban sólo accesibles para las clases adineradas, hoy son de uso cotidiano para cientos de millones de seres humanos que habitan este planeta.

El impacto en la calidad de vida, no sólo es cuantitativo sino cualitativo. Hace apenas una generación, el traslado intercontinental era visto como una conquista vital. Hoy, gracias al abaratamiento de los costos de este servicio, cientos de millones de seres humanos son capaces de conocer el mundo personalmente y no sólo a través de la referencia de una enciclopedia. También en las relaciones entre los géneros el impacto es innegable. Gracias a los nuevos utensilios y avances tecnológicos, mujeres y varones, pero sobre todo mujeres, necesitan invertir mucho menos tiempo en la limpieza doméstica, liberando así su disposición para involucrarse en trabajos mejor remunerados y más gratificantes. Qué vueltas da la vida: el automóvil, considerado a principios de siglo, un bien de lujo y ejemplo de limpieza, termina el mismo siglo como un producto presente en todo el globo y de gran popularidad en muchas naciones. Pero también se le mira como amenaza por ser contaminante y con frecuencia muy ineficiente para el transporte masivo.

Dijimos anteriormente que gracias a la revolución del conocimiento, hoy podemos tomar decisiones mucho mejor fundadas, mucho más racionales. Conocimiento es responsabilidad. Por eso debemos revisar críticamente algunos de los factores que alimentan un optimismo, en ocasiones miope. Muchas fantasmagorías e imaginerías nos hacen perder de vista la terquedad de algunos de los problemas con los que lidiamos hoy en día. La actitud milenarista, si bien muy popular, tiene poco de científica. Me temo que la gran sorpresa del inicio del próximo milenio, es que vamos a enfrentar muchos de los mismo problemas que hoy están ya en nuestra agenda. ¿De verdad estamos encaminados al imperio de la democracia? ¿Estamos seguros de que no habrá regresiones? En esto más vale un sano escepticismo. Hasta los propios defensores de las olas de democratización, hoy arrojan luz sobre el problema subterráneo de la transformación de los valores profundos. Las reformas político-electorales, la libertad de organización y competencia, son un requisito necesario para la democracia, pero no son suficientes. The World Street Journal, efectúa año con año, un revelador estudio sobre los valores políticos profundos que reinan en el continente americano. La inclinación por la "mano dura" nunca desaparece; el país con menor inclinación en este sentido son los Estados Unidos con el 6 por ciento. Pero hay otras cuatro naciones en el continente (Ecuador, Guatemala, Paraguay y Venezuela) donde la cultura autoritaria se resiste a disminuir e incluso, en algunos casos, a pesar de contar públicamente con sistemas democráticos, la mitad de la población, Ecuador y Paraguay, se inclina por un régimen autoritario. Echar ahí a volar las campanas por el éxito de la democracia es, además de demagógico, un acto de una ingenuidad científica imperdonable.

Otro de los fantasmas que han visitado este final de siglo es el que propugna por la inevitable desaparición del estado-nación. Para ellos la globalización tiene tal fuerza que rápidamente deberíamos ver a los criterios universales asentarse en todas las regiones del orbe. Se trataría así visto, de un nuevo siglo de las luces que ya no encuentra obstáculos en los particularismos. Ni siquiera Voltaire fue tan vanidoso. Parecemos olvidar que a todo movimiento de pretensión universalista, con frecuencia, le siguen reacciones de cerrazón. Hegel vio cabalgar a Napoleón en Jena y ello fue suficiente para marcar al joven seminarista quien impulsó la recuperación de la germanidad. ¿De verdad va a desaparecer el estado-nación?

Recientemente The Economist, nos recordaba cómo en 1914 el mundo estaba dividido en sólo 62 países. Para 1946, el número había crecido a setenta y cuatro. Terminamos el siglo con ciento noventa y tres. Nada en el horizonte nos indica que el estado-nación tienda a desaparecer, cuando más se transformará. La propia Unión Europea no escapa a las definiciones clásicas del Estado. De hecho no existe un solo kilómetro cuadrado en todo el orbe que no sea reclamado por algún estado-nación. Paradójicamente el siglo que comenzó con una serie de guerras que buscaban hacer crecer al estado-nación, termina con otro encadenamiento bélico que busca ahora fraccionar a los estados-nación: de Canadá a Rusia, de Irlanda a Mongolia o el Tíbet. Las guerras a principios de siglo eran amenazas provenientes del exterior. Hoy se gestan en el vientre de los propios estados-nación. Muchos de los teóricos de la democratización global, argumentan que los estados democráticos no guerrean entre ellos. Ojalá y tengan razón. Sin embargo en el principio del nuevo milenio, todavía está por verse si los valores liberales, que son el único cimiento real de la verdadera democracia, de verdad están en las millones de mentes de los ciudadanos de las decenas de estados-nación que recientemente se incorporaron a la vida democrática formal.

Igualmente tendremos que observar si la tendencia a la multiplicación de los estados-nación de verdad viene acompañada de un impulso hacia la democracia. Una de las grandes lecciones del siglo XX, sobre todo después del surgimiento del nazismo, es que la simple elevación del ingreso y de los niveles educativos no garantiza el arraigo de una cultura de tolerancia democrática. ¿Quién si no es el estado, será el que deberá procurar los valores democráticos? El esfuerzo en una educación democrática y tolerante tendrá que ser una de las grandes misiones permanentes del estado.

En este final de siglo, contra las corrientes que suponen marejadas de homogeneización, los criterios de diferencia se multiplican. Según algunos estudios hay alrededor de 600 lenguas vivas. Para muchos seres humanos, el idioma es uno de los criterios de identificación esenciales. Por si fuera poco se tienen conocimiento de alrededor de 5,000 etnias. Pero recordemos que sólo existen 185 estados-nación registrados en la comunidad internacional. Esto quiere decir, en arbitraria aritmética --que por supuesto es inexistente en la realidad-- que a cada estado-nación le tocarían, en promedio, más de tres lenguas diferentes y poco menos de treinta etnias distintas. La propuesta busca simplemente provocar una reflexión. Si los estados-nación buscan, entre otros objetivos, la representación de la diferencia, nada indica que vayan a desaparecer. El recuento del horror nos recuerda que en el siglo XX murieron alrededor de 30 millones de seres humanos en guerras internacionales y alrededor de 7 millones en guerras civiles. Paradójicamente el número de muertos provocados por persecuciones internas en los países, asciende a 170 millones, cuatro veces más. (La Unión Soviética 62 millones, China comunista 35 millones, Alemania 21 millones, China (Kuomintang) 10 millones, Japón 6 millones). El genocidio, la xenofobia y la intolerancia religiosa han sido las principales motivaciones.

Pero además, en este siglo, las guerras y sus bajas han tenido un cambio cualitativo dramático. Un reciente estudio sueco estimó que sólo un 15% de las bajas durante la Primera Guerra Mundial fueron no combatientes, es decir 85% de los muertos pertenecían a las fuerzas armadas regulares. En la Segunda Guerra Mundial, el porcentaje se disparó a 65% de bajas pertenecientes a la población civil. El estudio calcula que en los conflictos de la última década hasta un 84% de las vidas perdidas han pertenecido a la población civil. La proporción se invirtió a lo largo del siglo. Se estima que para 1998, el comercio mundial de armas produjo casi 56 mil millones de dólares. Sólo Arabia Saudita fue el mayor comprador individual importando más de 10 mil millones de dólares. Las regiones de conflicto también han cambiado. El Africa sub-sahariana, aportó en los últimos años el 60% de los muertos. ¿Debilitamiento, desaparición del Estado? ¿En dónde?, no en nuestro planeta

Otra línea de argumentación que pone en duda que el estado-nación se vaya a debilitar es el perfil demográfico global. El 12 de octubre pasado Naciones Unidas conmemoró el arribo del ciudadano 6,000 millones. Se calcula que para el año 2013, es decir en sólo catorce años, arribaremos a los 7,000 millones de habitantes. Los demógrafos hacen ejercicios analógicos verdaderamente asombrosos. Si se redujera la historia de la humanidad más de 10 mil siglos, comprendidos desde el momento en que se incorporó en pie el más remoto antepasado del homo-sapiens hasta nuestros días, encontraríamos que la población mundial pasó de 500 a 6,000 millones en las últimas tres horas de ese año imaginario. Rodolfo Tuirán recientemente nos recordaba una realidad dolorosa. En este momento histórico cada nuevo ciudadano del orbe tiene una probabilidad de nueve sobre diez de nacer en una de las regiones menos desarrolladas del planeta. Cuatro de cada diez, nacerán en parto sin atención médica; cuatro de cada diez, lo harán sumándose a la población que carece de agua potable y tres de cada diez nacerán en una familia que vive en pobreza extrema.

Decía Confucio que un buen gobierno debería de sentir vergüenza ante la pobreza. Mucho me temo que, con todo y una etapa de crecimiento sostenido provocada por el comercio global, y a pesar del alentador incremento en la productividad de algunas ramas industriales, de todas formas la mayoría de los estados-nación habrán llegado tarde su cita con la justicia social. Las presiones demográficas que nos presentan los mapas del futuro no permiten escapatoria. Sorpresas, de nuevo, hay muchas en el horizonte. El perfil planetario se modificará con gran rapidez. ¿Quién hubiera imaginado que Paquistán, que sólo contaba con 40 millones de habitantes en 1950, podría ocupar en el 2050 el tercer lugar poblacional después de China y la India, o que Nigeria, al triplicar su población ocupará el quinto lugar? Naciones Unidas alerta ya sobre las presiones que se ejercerán sobre muchas de las fronteras de los países industrializados. A decir de esta organización el siglo XXI estará marcado por las migraciones multimillonarias: de países pobres a países ricos, y de sur a norte, la gran mayoría de ellas. Lo doloroso del caso es que en este mismo planeta de comunicaciones instantáneas, los brotes xenofóbicos y la cultura de intolerancia renacen con fuerza.

Recordemos las cifras globales. De las 185 naciones acreditadas, sólo 35 son consideradas como pertenecientes al desarrollo pleno. Otras treinta más se considera que tiene viabilidad para acceder al desarrollo pleno de las próximas tres décadas. Por fortuna, varias de América Latina están en la lista. México podría ser una de ellas. La idea homologadora nacida de los datos de las exitosas economías globales se estrella frente a las disparidades terribles del retrato socio-económico. En este final de siglo, en el cual las naciones industrializadas crecen a una tasa promedio de 1.2% y en su horizonte tienen ya la necesidad de importar brazos jóvenes, la población de las naciones en vías de desarrollo, crece a un altísimo 3.5 por ciento. En palabras del demógrafo Carl Haub no todo el mundo quiere 2.0 hijos. Las dinámicas poblacionales son tan dispares y los ingresos tan polarizados, que algunas fronteras podrían convertirse en verdaderos diques de contención. Entre 1960 y 1994 la disparidad en el ingreso per cápita entre los cinco países más pobres y los cinco más ricos, pasó de una proporción de 30 a uno, a 78 a uno.

Son esas disparidades las que pueden explicar, parcialmente, la multiplicación de las naciones. Es obligado revisar las tendencias que no dejan fuga. Setenta y cinco por ciento de las banderas que ondean hoy en el mundo no existían hace apenas 50 años. En la primera mitad de este siglo el promedio de creación de países por año fue de 1.2 país por año. Entre 1950 y 1990 se crearon 2.2% países por año y, como nos lo recuerda un investigador de la Universidad de Harvard, entre 90 y 98 el promedio se disparó a 3.1 país por año. ¿Son acaso suicidas todas estas nuevas naciones? ¿Cómo se van a incorporar en el mercado global? Una dinámica que no debemos olvidar es que las regiones ricas tienden a separarse de las pobres. Buscan así una nueva viabilidad. Las tensiones están allí, igual en el sur de Brasil o en Guayaquil, o en el norte de México o en Canadá. Todo puede ocurrir. En 1920 Europa tenía 23 naciones. Hoy suman 44. De llegarse a confirmar el Area de Libre Comercio para las Américas (ALCA) el continente se convertiría en el mayor mercado global con alrededor de 800 millones de consumidores. Pero Asia viene detrás con más de 2 mil millones.

Pero quizá lo más importante para los fines de esta reunión sea la redefinición estatal que viene aparejada. A diferencia de las formaciones estatales del siglo XIX, las nuevas apariciones nacionales manejan un concepto de soberanía más abierto y moderno. El control territorial pasa a un segundo plano al igual que los ejércitos. Se buscan gobiernos financieramente viables, capaces de defender los nuevos amarres nacionales. La sustitución de importaciones no es una política común. Las coordenadas cambian. La relación entre productividad y estado grande no pareciera sostenerse. La productividad y capacidad exportadora de países como Bélgica, Suiza, los Países Bajos, o los conocidos casos del nuevo Oriente, son la envidia de muchos grandes, incluidos varios de América Latina.

La paradoja no podría ser mayor. Por un lado el alentador futuro propiciado por un creciente intercambio comercial, capaz de abaratar bienes y servicios y generar millones de nuevos empleos. Nuevas tecnologías y aprovechamientos que harán asequibles bienes y servicios que cambiarán, sin duda, la forma de vida de millones de seres humanos. Pero, por el otro lado, es innegable la incapacidad de ese nuevo bienestar para paliar las necesidades sociales acumuladas durante décadas. Al centro, de nuevo, el estado como un gran actor social. Recordemos además que las tensiones no sólo serán producto de las disparidades internacionales. Los propios estados-nación, habrán de enfrentar perfiles socioeconómicos muy diversos a su interior.

He hablado del conocimiento como responsabilidad. Hoy menos que nunca podemos afirmar que el desarrollo sea una estación de arribo obligada en la ruta de nuestro convoy. El final de siglo nos obliga a una lectura crítica y propositiva del desarrollo. Todo nos indica que el estado-nación, población, gobierno central y territorio, en la definición de los clásicos, seguirá siendo un actor central en el próximo siglo. Dejará de ser propietario y pasará a ser regulador y normativo; deberá alejarse de las burocracias costosas y de las regulaciones excesivas que propician corrupción; deberá garantizar los derechos patrimoniales, monitoreados internacionalmente; será, en fin, un estado muy diferente.

Pero la ingenuidad en la que no podemos caer es la de suponer que estas disparidades internas, que se suman a las externas, encontrarán solución mágica a través de los mecanismos del mercado global. En muchas naciones el estado tendrá que intervenir no para deformar los mercados sino para crearlos. Sólo un estado fuerte, normativo, puede garantizar las condiciones de libertad de los mercados. Todas las economías desarrolladas se sustentan en mercados libres y estos en normatividades avaladas por los estados. Los mercados abiertos demandan normatividades muy complejas, vigiladas por la autoridad. Globalidad y estado no compiten, por el contrario, se complementan.

Afirma Erik Hobsbawm, en un extraordinario texto, que el nacionalismo es una enfermedad necesaria que afecta a todos los estados-nación. Nacionalismo entendido de la manera más sana y fresca como el establecimiento de metas comunes de un conglomerado humano, que decide darse un gobierno propio y compartir objetivos e ideales. Podemos imaginar empresas sin nación e incluso empresarios sin patria. Pero es imposible imaginar una nación sin algún tipo de nacionalismo. Es una contradicción de términos. Sabemos entonces que el desarrollo no es un proceso automático y que demanda acciones humanas, estrategias que induzcan, que procuren, las condiciones para una actividad económica eficiente y redistributiva. Sabemos también que las tensiones externas e internas se incrementarán, todo ello en un mundo con fuertes disparidades en el cual la lucha por los mercados será descarnada. Yo me pregunto, ¿cómo van a librar la gran mayoría de los países esta nueva contienda productiva, a la cual llegan en situación de desventaja, si no es estimulando los procesos productivos internos para que empresas, de todas las dimensiones, puedan subirse al veloz tren de la productividad internacional? Me pregunto también ¿cómo habremos, los países con severas carencias, de montarnos en el galope de la sociedad del conocimiento, si no es generando los incentivos y las políticas públicas que auxilien al impulso individual y empresarial a tomar velocidad rápidamente? Se trata de alguna manera de una carrera contra el tiempo, en la cual debemos hacer uso de los recursos más inteligentes para procurar el desarrollo.

El estado deberá de abocarse a labores de infraestructura, deberá encauzar la urbanización que tendrá que absorber a decenas de millones de seres humanos, liberalizando recursos que tiene en otras áreas, para propiciar así que la inversión privada se encargue de generar los empleos necesarios. En esos países en los cuales la construcción de lo básico todavía es un pendiente nacional, el estado se mira como el instrumento imprescindible en la construcción de los objetivos nacionales.

Estas líneas han querido provocar algunas reflexiones que aminoren los embrujos milenaristas. Tan sólo eso. Recordemos a Bacon: el conocimiento surge más fácilmente del error que de la confusión. Error no poner atención a los fenómenos poblacionales. Error no invertir en el ser humano. Error debilitar al Estado. Error pensar que el mercado lo solucionará todo. Error cerrar puertas y ventanas y no aprender de los aciertos ajenos. Error el orgullo vano. La lección está dada, no dejemos que los simplismos de algunos fantasmas que merodean nos embrujen. Las naciones más justas y modernas que todos deseamos para América Latina necesitan de impulsos certeros y racionales para poder cruzar el abismo que hoy todavía nos separa del pleno desarrollo. Sólo así América Latina ratificará que es proyecto y no simplemente un continente cultural.

Muchas gracias.