Cuando los grandes médicos eran niños Ambrosio Paré, padre de la cirugía moderna De una doncella inominada y de un padre barbero, nació en 1510, en Laval, ciudad del distrito francés de Mayennec, un niño que se llamó Ambrosio Paré y que había de ser muy celebrado como cirujano. Su padre, poco menos que analfabeto, apenas si podía enseñarle algo mejor que el oficio de pelar barbas y las prácticas de sangrador, que ejercía para reforzar sus módicos ingresos. Ambrosio tuvo una primera infancia de vagabundo. La instrucción de su hijo era asunto que no le preocupaba al padre. Ya tendría tiempo de aprender lo poco que necesitaba para ganarse la vida. Entonces, no existía ninguna pedagogía ideal para los hijos de los pobres. Todos los grandes educadores que habían tratado de la instrucción de los niños, sólo habían tenido por norte la educación de los príncipes y familias de la nobleza. En cambio nadie había pensando en redactar un tratado de educación para los hijos de los pobres. Paré, a falta de estos tratados educativos, tenía a su disposición un sistema pedagógico práctico: la barbería de su padre, que, por cierto, no podía tener una apariencia más pobre. Toda la instalación se reducía a un mal espejo colgado en la pared, a un sillón de cuero destinado a los clientes y a una mesita de pino donde se ponía el gran velón metálico que iluminaba el establecimiento cuando faltaba el alumbrado natural. Aparte de dicho mobiliario, y adosado a la pared, había un armario de madera blanca, en el que se guardaban los trebejos de las profesiones de Paré padre; tres navajas de afeitar, dos brochas, una en uso y otra de reserva, una bacía y una especie de pecera tapada, en cuyo interior, pegadas al vidrio, se veía la media docena de sanguijuelas con que el dueño del mísero establecimiento atendía las sangrías locales. La bacía era el instrumento que el barbero tenía en mayor estima. Era de metal brillante, y una vez empleada, la secaba con un paño y la fregoteaba con una pasta que le devolvía su prístina brillantez. La bacía quedaba tan resplandeciente que el chico del barbero se sentía fascinado al verse reproducido en ella. Y se daba el caso que cuando Ambrosio, cansado de vagabundear, regresaba a la barbería, lo primero que hacía era decirle a su padre que le dejase un momento la vasija. El barbero dejaba demasiado suelto a su chiquillo, que campaba libremente por las calles de la ciudad con otros niños tan vagabundos como él. El barbero estaba seguro de que el chico no se echaría a perder. Porque era naturalmente bondadoso y de excelentes sentimientos y no le faltaba razón al maestro barbero. El chico lo demostró muy pronto. En una correría por las afueras de la ciudad sucedió una mañana que un jilguero cayó en una trampa tendida por uno de los componentes de la pandilla de que Ambrosio solía formar parte. A su merced el pájaro, le ataron un cordelito a una de sus patitas y se convirtió en un motivo de diversión, hasta que acabaron rompiéndole la pata. El pajarito, vencido por el dolor, se estremecía como si estuviera en trance de muerte. Cada vez que agitaba sus alitas, como si tratara de escapar de la mano de sus verdugos, los chicos estallaban en risa, insensibles al sufrimiento del jilguero. Este triste espectáculo sulfuró a Ambrosio de tal modo, que prorrumpió en denuestos contra sus perversos compañeros, y apoderándose del ave, echó a correr. Apenas llegó a su casa, le puso una cañita atada con un bramante, que enderezó la pata herida, y el feliz resultado de la operación fue que a los ocho días el pajarito pudiera volver a volar. La buena acción de Ambrosio fue comentada con generales elogios y le valió que un noble le regalara un bonito ábaco. Este fue su primer instrumento de cultura que inició a aquel niño, que llegaría a ser padre de la cirugía moderna, en los rudimentos de la aritmética. Dra. Alejandra R. Bosque Gómez, Médico cardiólogo. |