Gaceta
Facultad de Medicina UNAM
10 de octubre 2001


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Mensaje del Rector Juan Ramón de la Fuente con motivo de la celebración de los 450 años de la Universidad de México

Hoy hace 450 años que, por disposición de la Corona Española, la Universidad quedó establecida en México.

La Universidad, entonces, fue una suerte de injerto de la cultura occidental en el tronco indígena del espíritu mexicano.

Admitido y afianzado de inmediato, ese injerto comenzó siendo como un conducto por donde llegó a nosotros, antes que nada, la savia del pensamiento sistemático; con la dialéctica, -el arte de argumentar en busca de la verdad-, vino la retórica, el arte de la expresión clara y unívoca de la verdad encontrada.

La filosofía aristotélica y el derecho romano, aliados con las esclarecedoras ideas del Renacimiento, orientaron así la enseñanza dedicada a los naturales y a los hijos de los españoles.

Durante los difíciles siglos de la Colonia, oscuros en más de un sentido, incluso la Universidad hubo de amortiguar sus lumbres.

No obstante, aquel conducto fertilizante continuó cumpliendo su función. No es en modo alguno arbitrario señalar que en los años finales del siglo XVIII, fluyeron por él, hacia nosotros, los principios renovadores de la Enciclopedia, de la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica y de la Revolución Francesa.

Es así como la Universidad, en México, estuvo indisolublemente ligada a los inicios de nuestro primer gran combate por la libertad: en ella certificaron sus estudios iniciales los dos mayores capitanes del alba de nuestra guerra de Independencia: Miguel Hidalgo y José María Morelos.

Fue al consumarse la victoria insurgente, cuando por primera vez la Universidad de México se llamó Universidad Nacional.

Gran parte de nuestro siglo XIX transcurrió entre luchas intestinas y asaltos extranjeros. En tales circunstancias, la Universidad tuvo que vacilar y aun desaparecer, así fuera nominalmente. Consolidada la República, cerrada la Universidad, la educación y la cultura quedaron encomendadas a las Escuelas Nacionales; en ellas, ampliamente siguió efectuándose la vida universitaria.

En 1910 se agita de nuevo nuestro país, entre necesidades y esperanzas seculares: democracia, justicia social, igualdad en la libertad. Dos causas se inspiran en esos mismos ideales y se alzan para convertirlos en realidad; una con las armas de la guerra; otra con las armas aurorales de la educación. Así se gestan la Revolución Mexicana y la Universidad Nacional de México.

Allí se inicia el México que ahora vivimos; comienza entonces la última historia de la Universidad, con sus permanentes luchas por consumarse como fuente del pensamiento libertario y conciencia crítica de la nación.

Aquel injerto de una cultura ajena que en su nacimiento fue la Universidad, se nos ha ido haciendo cada vez más propio, hasta volverse médula de nuestro tronco, sostén e iluminación del espíritu de la patria.

La Universidad ha conquistado la autonomía, convertida en garantía constitucional; es regida por una Ley Orgánica que se ha ido adaptando a nuestra evolución social, pero que acaso deba ser modificada para su incorporación plena a los cambios actuales, que han dejado de ser sólo nuestros, para hacerse planetarios.

Porque muchas cosas cambian ahora, a veces demasiado de prisa; el mundo se globaliza, las leyes del mercado amenazan el sentido primordial de la educación como formadora de la integridad del ser humano, y la norma del lucro mayor destruye principios hasta hoy considerados fundamentales.

Ante tales circunstancias, la Universidad de México tiene la obligación esencial de sostener los ideales de la supremacía del espíritu, de la cultura y de la dignidad humana.

Ha de seguir formando profesionistas capaces, con responsabilidad social; ha de seguir investigando para conocer mejor los problemas que aquejan a la nación, esforzándose por consolidar ciencia y tecnología propias; ha de seguir forjando humanistas y creadores de cultura que extiendan sus beneficios.

Esas son, deben ser, para el presente y el futuro, las tareas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Son los deberes de ahora y los que la aguardan en este siglo que comienza. En realidad, no significan novedad para nosotros. A 450 años de haber sido establecida en México, la Universidad mantiene el prestigio de su destino.

Del siglo anterior, puede rendir buenas cuentas; ha impreso su marca en el desarrollo del país, no sólo como la institución formadora de los cuadros humanos constructores de lo mejor del México actual y como el venero de óptimas manifestaciones docentes, de investigación y de difusión de la cultura, sino también y fundamentalmente, como defensora infatigable de los principios de la libertad, la solidaridad, la democracia, la verdad y la justicia.

En efecto, en México la Universidad ha sido, ante todo, un proyecto social que ha dado respuestas a las grandes demandas educativas de la nación, con generosidad singular.

La nuestra es hoy una Universidad de masas, con todos sus problemas, pero también con todos los beneficios que eso ha significado para el país; son el tipo de beneficios que sólo puede arrojar una verdadera revolución social.

Viendo hacia adelante, sin embargo, es necesario reiterar la necesidad que tenemos de poner el acento en la calidad de la respuesta social de la Universidad.

En el siglo que se inicia, no debe discutirse ya la importancia de la Universidad en el nuevo panorama social. Pero las formulaciones genéricas no bastan. Hay que profundizar en el diseño sobre el que se construya, más que la Universidad del futuro, el futuro de la Universidad ¿Cómo podrá la Universidad satisfacer las necesidades de este mundo sin fronteras al que nos dirigimos? ¿Cómo transformará la enseñanza universitaria las nuevas tecnologías de la información que ya invaden nuestras aulas? ¿Cómo resolver el gran problema del financiamiento de la educación superior pública? ¿Cómo conjugar autonomía e interrelación con los poderes públicos y el capital privado?

Se dice, no sin razón, que el motor de la sociedad es ya y será aún más la educación. Mucho más que la riqueza en materias primas, en industria o en servicios. Educación, entendida como aprendizaje más que como enseñanza: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir, aprender a ser.

Por eso un proyecto educativo como el nuestro sigue siendo, ante todo, un proyecto social. Si se acepta que la educación universitaria es el más poderoso instrumento de transformación de la sociedad, de lucha contra la marginación, de solidaridad y de tolerancia, habrá que aceptar que la tarea sustantiva de la Universidad hoy, como ayer, es la formación integral del individuo. Conviene, entonces, fijar bien el rumbo, aclarar conceptos: el cono-cimiento debe ser elemento de cohesión social y no sólo de realización personal.

A lo largo de su historia, la misión de la Universidad ha tenido que alternar con la indiferencia o la desmesura, sin término medio. Hoy, cuando la institución es más plural y compleja, su misión es de nuevo objeto de discusión. No se trata ya de elegir entre transmitir conocimiento o producir investigación; entre extender la cultura o preparar profesionales; entre formar élites intelectuales o garantizar la igualdad de oportunidades. La exigencia es hacer una cosa y otra. No se trata de elegir unas y subordinar las otras, sino de desplegar con fuerza cada una de ellas.

Ese es en esencia, el reto de la Reforma que tenemos por delante. No es posible construir el futuro de la Universidad sólo con nuestra propia inercia. Necesitamos una Universidad mejor dotada, capaz de ilusionar más a los estudiantes, en la que resurja con vigor la vida colegiada, sin caer en la tentación de hacer tabla rasa de todo, de ignorar los avances conseguidos, que no son pocos.

La clave para afrontar con éxito los cambios que se avecinan, está en el ejercicio pleno y responsable de nuestra autonomía.

Más allá de tratar de dilucidar si existen o no las condiciones propicias para la Reforma, lo que hay que tener claro es que, si se pretende avanzar sin alterar las condiciones actuales no habrá una respuesta satisfactoria.

La autonomía nos permite la renovación de las estructuras institucionales que estimulen una mayor participación colegiada en la toma de decisiones, una mejor coordinación de planes y programas y una administración más eficaz y transparente.

Confío en que a través de un debate amplio y profundo, responsable y comprometido, encontraremos pronto los principios de acuerdo, sobre los cuales hemos de construir el futuro de nuestra Universidad.

Esta ceremonia solemne, tradicional, nos permite encontrarnos con nuestras raíces, sentirnos herederos de una rica tradición y mirar hacia adelante con optimismo fundado, cauteloso pero fundado. Nos congrega, asimismo, para honrar a un selecto grupo de personalidades que se han fundido, en su vida y en su obra, con los principios y los valores de la Universidad. Honrar a los maestros que nos enseñaron a ser universitarios; a quienes nos han precedido y que han luchado por los mismos principios que hoy defendemos, acaso en circunstancias diferentes, en ámbitos diversos, pero siempre con amor y lealtad a la Universidad.

Concluyo con unas palabras, por demás visionarias, que pronunciara Justo Sierra en 1910, en un momento refundador de nuestra institución:

“La Universidad tendrá la potencia suficiente para coordinar las líneas del carácter nacional, y mantendrá en alto, para proyectar sus rayos en las tinieblas, el faro del ideal, de un ideal de salud, de verdad, de bondad y de belleza”.

“ POR MI RAZA HABLARA EL ESPIRITU”
Palacio de la Antigua Escuela de Medicina,
21 de septiembre de 2001.

 

 

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