Gaceta
Facultad de Medicina UNAM
10 de octubre 2001


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El Centro Médico Nacional “La Raza”

Dr. Manuel Barquín Calderón
Coordinador académico de Programas Interdepartamentales

Amaneció esplendorosa la mañana del 10 de febrero de 1954. Cumplía mis 32 años de edad; todo parecía indicar que ocurría un hecho extraordinario. Por fin entraría en operación el primer hospital de zona del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), que se conocería andando el tiempo como Centro Médico “La Raza”, con una modesta ceremonia, como se acostumbraba en los austeros tiempos del presidente Ruiz Cortines, a la que acudieron sólo unos cuantos funcionarios, encabezados por el licenciado Antonio Ortiz Mena, director general del IMSS, el doctor Mauro Loyo Díaz, subdirector general médico, algunos miembros del Consejo Técnico y la comisión de organización del nosocomio, de la cual yo formaba parte.

La sencilla ceremonia contrastaba con la inauguración oficial que había tenido lugar el “Día de la Raza”: el 12 de octubre de 1952, cuando con la asistencia del presidente de la Re-pública de esa época licenciado Miguel Alemán Valdez, acompañado del director general, Antonio Díaz Lombardo, el cuerpo médico directivo: doctores Mario Quiñónez y Horacio Uzeta Gudiño, los miembros de la asamblea general, numerosos secretarios de Estado y un grupo selecto de invitados.

México se había beneficiado económicamente durante la Segunda Guerra Mundial y empezó a entrar en una época de apogeo que no había conocido desde el comienzo de la Revolución de 1910, que redujo a cenizas el relativo desarrollo que había logrado a finales del siglo decimonoveno. En el año de 1943, con la creación de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, su titular doctor Gustavo Baz Prada, con una clara visión del futuro del país, concebiría la idea de construir una red de hospitales en todo el ámbito nacional que ofreciera servicios de primera calidad a todos los mexicanos, para lo cual mandó a Estados Unidos de América a más de 400 médicos del país a especializarse en esa nación del norte para que vertieran después un bagaje inconmensurable de conocimientos en beneficio de una eficaz atención médica, y consiguió los fondos necesarios para emprender tal obra.

Fruto de esta política de salud surgieron los primeros institutos de salud: Nutrición, Cardiología y el Hospital Infantil, gracias al genio de los eminentes médicos: Salvador Zubirán Anchondo, Ignacio Chávez Sánchez y Federico Gómez Santos, instituciones que hasta la fecha conservan un nivel de excelencia.

En la planeación hospitalaria contribuyeron los doctores: Norberto Treviño Zapata, Senén González, Donato G. Alarcón, Pedro Daniel Martínez, Mario Salazar Mallén, Gustavo Viniegra e Ignacio Mora. Destacada contribución tuvieron también los arquitectos José Villagrana García, Enrique Yáñez de la Fuente, Mario Pani, Enrique del Moral, Enrique de la Mora, Raúl Cacho y otros.

Por otra parte, en consonancia con el movimiento social que tuvo lugar en la Alemania del “canciller de hierro”, Otto von Bismark, a finales del siglo XIX se había extendido por todo el mundo la seguridad social. Chile fue el primero en adoptar el modelo, que en México aparecería en el año de 1943, con la ley que se expidió siendo presidente el general Manuel Ávila Camacho. Se nombró al licenciado Ignacio García Téllez director general del IMSS y al doctor Guillermo Dávila subdirector general médico, quienes pusieron en marcha los servicios médicos en 1945 y fueron los verdaderos pioneros de la seguridad social en México.

El principal reto para las nuevas generaciones de médicos jóvenes de los años cuarenta era liquidar la decadente influencia de la medicina francesa acantonada en pabellones aislados que pugnaban, en forma insidiosa, por propiciar la desaparición de los hospitales generales, pabellones en los que campeaba el magister dixit que ahogaba todo intento de modernización y acceso a los jóvenes a la práctica profesional; lugares donde el maestro, como el sumo pontífice, se rodeaba de una muralla de ayudantes que esperaban ansiosamente su desaparición para escalar un peldaño en el dilatado escalafón.

Esta situación fue en gran parte superada por la oportunidad que ofrecía el Seguro Social a profesionales que quisieran contribuir al desarrollo de la medicina socializada y, por otra parte, la gran cantidad de médicos noveles que se trasladaban a los Estados Unidos de América, que abrían sus puertas a los médicos mexicanos capaces deseosos de superarse en las diversas especialidades que ofrecían los modernos hospitales estadounidenses; paradójicamente esos puestos no estaban a disposición de sus propios connacionales, quienes servían a su patria en guerra en esos años.

El primer beneficiado por estas circunstancias fue el Hospital de “La Raza” porque 80 por ciento de su personal médico fue constituido por gente joven de gran preparación, para los cuales era una gran oportunidad contribuir al colosal reto de llevar a sus últimas consecuencias la noble tarea de participar en la creación del Centro Médico del siglo. De paso se facilitó al máximo la labor de organizar una institución inspirada con un gran misticismo. Para esto se implementó el tiempo completo de todos los médicos.

El arte y el Hospital de “La Raza”

El doctor Neftalí Rodríguez tuvo la feliz idea de hermosear el nosocomio, y para el efecto gestionó la contratación de los pintores Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, para que realizaran sendas pinturas murales; el primero en el vestíbulo principal del hospital y el segundo a la entrada del auditorio.

Así fue como a una obra de gran relevancia social y científica, como es el actual Centro Médico Nacional “La Raza”, se le otorgó como tarjeta de visita y entrada la bienvenida simbólica de un marco a la altura del arte renacentista.

La lucha por la excelencia

Los hospitales y clínicas se habían improvisado en hoteles, edificios de departamentos, residencias y aun casas de dudosa reputación (como el Sanatorio Cuatro). El servicio de farmacias se subrogaba a algunas privadas a gran costo, y el exceso de consulta requería que los médicos recién nombrados se llevaran en sus propios vehículos a los pacientes para atenderlos en sus consultorios privados en los primeros días de operación de los servicios médicos en el año de 1945.

El Hospital de “La Raza” es en realidad el primer nosocomio general que se planeó en el ámbito de seguridad social y su estructura debería estar en consonancia con una moderna organización que aprovechara la cuantiosa inversión que se había destinado a su construcción y equipamiento, pues no hubo límite a la inversión, por costosa que fuera, a la que se le pusieran obstáculos, si ésta estaba justificada, máxime que el país atravesaba por una de las pocas épocas de bonanza de que se tiene memoria.

Por esta razón, antes de ponerse en marcha el Hospital de “La Raza”, con gran visión, el maestro Horacio Uzeta Gudiño, con el apoyo del doctor Mario Quiñones, envió a su grupo de médicos: Martín Luis Guzmán, Carlos Barrera, Carlos Zamarripa y el suscrito, junto con el contador Julio Olavarría, a diversas universidades de los Estados Unidos a especializarse en la dirección y administración de los modernos hospitales y clínicas que estaban en proyecto.

Fue así como el día del trigésimo-segundo aniversario de mi natalicio, con una sencilla ceremonia en la cual me correspondía, como dirigente del nosocomio, dirigir una breve explicación a los directores del Seguro Social: licenciado Antonio Ortiz Mena y doctor Mauro Loyo Díaz, pronuncié unas palabras que explicaban el plan general del funcionamiento del Hospital de “La Raza”, que empezaba por el entonces llamado Pabellón de Padecimientos Infecciosos, a cargo del doctor Daniel Méndez Hernández.

La estructura del Hospital contaba con tres bloques: la hospitalización, orientada al sureste, que obtendría la máxima radiación solar en invierno y la menor en verano que permitía al hospital un gran ahorro de energía eléctrica durante el invierno sin demérito de la comodidad de los internados. Los diversos pisos estaban comunicados, además de la batería de los elevadores, por un sistema de montacargas que desde el sótano permitía la circulación de todo el material de curación proveniente de la Central de Equipos, muestra de productos biológicos para los laboratorios y de los suministros necesarios para el buen funcionamiento de los servicios clínicos.

Independientemente de las comunicaciones visuales y audibles para llamar a las enfermeras y el silencioso localizador de médicos, cada originador de llamada para la enfermera estaba conectado con un “centralógrafo”, que empezaba a inscribir una gráfica que mostraba el tiempo que tardaba una enfermera en llegar al lecho del paciente para atenderlo.

Hubo necesidad de replantearla consulta para los externos, con la planeación se logró que la unidad médica contara con una capacidad matemáticamente calculada que permitía que el flujo de pacientes se regulara de manera que no hubiera gente esperando de pie, ni lapso en que no estuviera aprovechada a toda su capacidad la consulta externa, hasta que finalizaban las diarias tareas.

Entre la hospitalización y la consulta externa se encontraba un cuerpo arquitectónico intermedio en el que se localizaban los principales auxiliares de diagnóstico, laboratorios y radio-diagnóstico, el cuerpo de gobierno, el archivo clínico, las salas de operación y las residencias de los internos y de los médicos residentes.

Todo el conjunto de edificios estaba enlazado por un sistema de tubos neumáticos cuyas “balas” remitían en unos segundos: expedientes, historias clínicas, productos biológicos, medicamentos, etcétera, al servicio al cual estuvieran destinados.

El equipo con que se dotó al hospital fue de primera, fueron apareciendo poco a poco en el seno del hospital los equipos de gran especialidad más modernos para radiodiagnóstico, hemodinamia, medicina nuclear, instrumental quirúrgico sueco, etcétera, lo cual permitiría que en este moderno Centro Médico se empezara a operar corazón, con el doctor Héctor Pérez Redondo, trasplante del propio órgano, de riñón y de hígado; implante de mano, con Luis Gómez Correa; cirugía de la aorta y los vasos circulatorios en general, con Gilberto Flores Izquierdo y Manuel Castañeda Uribe.

Una modesta instalación para investigación médica a cargo de Julio Ortiz Márquez y de Xavier Palacios Macedo fue el embrión de la investigación en el Seguro Social.

El doctor Guillermo Castilleja Sámano, quien andando el tiempo fue el cuarto director del hospital, inició el primer grupo de internado rotatorio y de residencias médicas, con programa docente y con reconocimiento universitario. Al correr de los años, de este grupo saldrían los clínicos prominentes y los dirigentes médicos de diversas instituciones de atención médica. Pronto empezaron a solicitar de diversos países extranjeros becas para que se capacitaran sus médicos en dicho centro médico.

La enfermería, a cargo de doña Helena Rueda Quijano, sentó las bases en la institución de lo que era la atención de primera en este campo, servicio permanente de 24 horas diarias y 365 días al año.

Como es natural, este modelo fue copiado en todo el ámbito nacional, primero en el IMSS de Monterrey, Guadalajara, Puebla, Orizaba, etcétera, y después por los demás sistemas de atención de servicios médicos de las otras instituciones. Todos juntos dieron la batalla por recuperar el concepto de hospital general, e hicieron volver por sus fueros a la medicina interna que casi se había extinguido.

La influencia de esta organización se difundió por toda la América Latina y sobre todo en Centroamérica, en donde en El Salvador y en Costa Rica los hospitales centrales de las instituciones de seguridad social respondían al modelo del Hospital “La Raza”. En Costa Rica se llamó “Hospital de México” al Centro Médico.

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