Seguiremos siendo una Universidad orgullosamente pública, legítimamente nacional e irrevocablemente autónoma*
Colegas Universitarios: La Universidad se reúne hoy, en sesión solemne, para recibir en el Claustro de Universitarios Eméritos, a un selecto grupo de profesores e investigadores que se han distinguido por su trayectoria académica y para despedir, con gratitud, a quienes le han servido con lealtad y devoción desde la Junta de Gobierno y el Patronato Universitario. Ocasión solemne, plena de significados, reflejo de nuestras mejores tradiciones y motivo también de reflexión y análisis. Lo primero, sin duda, la calidad moral y profesional de quienes hoy reciben reconocimientos por parte de su Universidad. Todas ellas y ellos, fruto de lo mejor que este país ha dado en las últimas décadas en el campo de las ciencias, las humanidades y las artes. ¿Habrá otra institución en México que pueda preciarse de haber formado y cultivado a personalidades tan distinguidas, tan creativas, tan comprometidas? Ciertamente no pretendo subestimar el mérito personal de cada una de ellas, pero tampoco podemos soslayar el valor de la institución, aquélla que les abrió las puertas desde su formación y luego les procuró las condiciones para su desarrollo académico y profesional. Esa es la UNAM, la institución que se ha forjado junto con México a lo largo de su historia: plural, disímbola, contradictoria, pero sobre todo, extraordinariamente generosa; y esa es la UNAM que tenemos que preservar, al mismo tiempo que reformamos sus estructuras, su organización y su normatividad. Su misión, en esencia, es la misma, lo que hay que transformar son los mecanismos para que pueda seguir cumpliendo con ella y hacerlo cada vez mejor. Por eso hay que reiterar tantas veces cuantas sea necesario, que la Universidad es ante todo una institución académica y no un instituto político; y que la vida académica tiene sus reglas y sus valores. Si éstos se pierden o se trastocan, la Universidad se acaba. Podrá surgir otra institución a cambio de ella, militante, dogmática, populista o partidista; pero allí, donde los valores académicos se subordinan a los intereses políticos, a las coyunturas económicas o a las doctrinas en boga, se agotan los principios fundamentales de la libertad de cátedra y de investigación. Tales principios, junto con el derecho a autogobernarse y a disponer responsablemente de sus recursos patrimoniales, conforman los elementos esenciales de la autonomía universitaria. La autonomía de la Universidad, la autonomía de las universidades, no está a discusión. Lo que se discute hoy en día es hasta qué grado tiene el Estado la obligación de proveer los recursos necesarios para que las instituciones autónomas cumplan plenamente con su misión. En las democracias modernas, el capítulo de las instituciones autónomas -y entre ellas, por supuesto, las universidades- cobra cada vez más relevancia. Los gobiernos que están más comprometidos socialmente, tienden a protegerlas. Encuentran en ellas un objetivo central de su política social, una forma de seguir fortaleciendo su cultura democrática y un mecanismo de largo aliento para alcanzar un desarrollo más equilibrado. Otros, en cambio, no lo consideran tanto una obligación y se conforman, en el mejor de los casos, con impulsar mecanismos para que éstas sean autosuficientes; delimitan sus responsabilidades y confían al mercado la tarea de hallar los recursos necesarios para su financiamiento. El problema es de fondo: si la educación es un bien público, no puede estar sujeta a las leyes del mercado. Un efecto relativamente reciente de la globalización y de la llamada revolución de la información, que ha incidido directamente sobre la concepción que de la educación superior se tiene en algunos círculos sociales y gubernamentales, es el que se refiere al desarrollo vertiginoso de los sistemas de teleenseñanza y autoeducación que van creciendo, en muchos casos, en forma paralela y más acelerada que la institución universitaria. El asunto es de una gran complejidad. No puede negarse el hecho de que esta tecnología constituye un instrumento formidable para diseminar información, transmitir conocimientos y permitir la comunicación instantánea entre las comunidades académicas y entre éstas y la sociedad en general, cada vez más ávida de educarse y superarse a través del conocimiento. Pero la tecnología no es más que un complemento del proceso educativo. El error radica en concebirla como un sustituto de éste. Ocurre, además, que esta tecnología es sumamente atractiva para los mercados porque se abaten los costos, se aumenta la oferta y se vuelve más rentable. Así surge el concepto de la "universidad virtual" y la propuesta de que sea a través de ésta, como se satisfagan las demandas de acceso a la educación superior en los próximos años. Pero ocurre que educar es mucho más que proporcionar información y transmitir contenidos epistemológicos. Educar es formar personalidades, propiciar el desarrollo de los sujetos éticos que habrán de asimilar y digerir todo un orden cultural y moral en el que los conocimientos adquiridos tengan pertinencia y sentido. Educar es forjar seres humanos libres, sensibles, autónomos, críticos y creativos, aptos para el ejercicio consciente de la democracia y para enriquecer la tradición cultural en la que están inmersos. Eso es lo que han hecho los verdaderos maestros de todos los tiempos en las universidades; aquellos como ustedes, que conforman nuestro claustro de profesores eméritos. Ese componente esencialmente humano de la educación es el que no puede ser asumido por la tecnología. Una visión simplista de este fenómeno cuya trama es engañosa, nos puede llevar a cometer errores garrafales: a desnaturalizar la educación y a confundirla con la eficacia de la tecnología didáctica, que si bien es en si misma positiva, es también insuficiente para una verdadera labor educativa. Los retos para la Universidad en los próximos años son, pues, enormes. Por un lado, debe mantenerse a la vanguardia de la tecnología educativa para no perder esos espacios, y al mismo tiempo debe fortalecer y defender sus principios filosóficos, los aspectos éticos que rigen su vida y definen su misión: la búsqueda de la verdad, el respeto a la pluralidad, las formas rigurosas de aproximarse al conocimiento, etcétera. Simultáneamente habrá de persuadir a la sociedad de su vigencia como modelo educativo, de su pertinencia, de su valor insustituible no sólo para transmitir sino para generar conocimientos, para proteger y difundir nuestra cultura y para mantener nuestra identidad como nación. Reivindicar la función docente, fortalecer y ampliar el posgrado, incrementar las tareas de investigación y proyectar hacia un público cada vez más amplio las de extensión y difusión, con una mayor participación de la comunidad en la toma de decisiones, una estructura administrativa más ágil y eficiente, para ofrecerle a nuestros estudiantes la mejor educación posible desde el bachillerato hasta el doctorado, es nuestro propósito y nuestro principal objetivo. Nuestro proyecto educativo y cultural no es virtual. Seguiremos haciendo uso de las tecnologías más avanzadas y desarrollándolas, para enriquecer la vida académica de nuestros alumnos y de nuestros maestros; de nuestros investigadores, nuestros técnicos y nuestros artistas, pero no renunciaremos a nuestros principios ni claudicaremos a nuestras convicciones. Son tiempos de unidad, de anteponer los intereses superiores de la Universidad a los intereses personales o de grupo que tanto daño nos han hecho. Seguiremos siendo una Universidad orgullosamente pública, legítimamente nacional e irrevocablemente autónoma, porque estamos convencidos que con esas atribuciones, ganadas a pulso, seguiremos contribuyendo al desarrollo de México. "POR MI RAZA HABLARÁ EL ESPÍRITU" *Mensaje del rector en la ceremonia de investidura de profesores e investigadores eméritos. | ||||