Gaceta
Facultad de Medicina UNAM
25 de noviembre 2002


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La Asociación Mexicana de Cirugía General celebró su congreso XXVI “Dr. Manuel Quijano Narezo”

La Asociación Mexicana de Cirugía General celebró su XXVI Congreso Nacional en Acapulco, Guerrero, del 27 de octubre al 1o. de noviembre, y en homenaje al doctor Manuel Quijano Narezo le puso su nombre al congreso.

En esa sesión se realizaron cursos pre y trans congreso, conferencias magistrales, varias secciones de trabajos libres y exhibición de carteles. Se registraron más de 3 mil personas y tanto los eventos académicos como los sociales estuvieron sumamente concurridos.

En la inauguración, presidida por un representante del gobierno del estado y uno de la Secretaría de Salud, se hizo la presentación del doctor Quijano, y éste contestó con un breve discurso, en el que alternó consideraciones sobre la cirugía y su vida personal, motivo suficiente para reproducir, a continuación, el texto íntegro:

Doctro Manuel Quinajo, editor de la Revista de la FM, UNAM

 

Compañeros cirujanos:
Tengo que decir unas palabras, pero comprenderán ustedes que no es fácil, después de la bondadosa presentación del doctor Guillermo León. Me siento, por supuesto, humilde y complacido más que orgulloso, pero considero que estas cosas, los homenajes, llegan por vis a tergo cuando se han vivido muchos años y se ha trajinado entre personas nobles. Los pocos méritos que pudieran originar la identificación de este XXVI Congreso con mi nombre, serían que, como para todos ustedes, la cirugía fue la razón de mi existencia; tuve una verdadera vocación, la amé y nunca hubiera podido imaginarme en otro oficio.

La cirugía es una amante tiránica y celosa que exige sacrificios materiales y espirituales; demanda una suerte de servidumbre, de votos de renunciamiento. Ningún otro oficio requiere de sus oficiantes esta entrega total, a la vez física, mental y espiritual. Los cirujanos tenemos por él un fervor sincero y espontáneo. Cada vez que uno se dirige al quirófano se siente un soplo, un entusiasmo, un ardor secreto que adelanta las dificultades que habrá de vencer, los riesgos, la habilidad que tendrá que desplegarse, la obra por cumplir, la fe en la profesión. Pero inclusive, eso no es suficiente para explicar una especie de “estado de gracia” que nos invade al estar operando. No se da cabida a ningún interés sórdido sino a una exaltación creadora, comparable a la del artista. Una pasión por algo impersonal, en la que no entra nada extrínseco, ni material, ni ético, ni siquiera afectivo. Por eso podemos operar seres queridos sin mayor angustia. Para nosotros, operar, y operar bien, es como un imperativo kantiano, una fuerza que nos posee y nos guía; algo como el sentido de lo sagrado. Y al igual que el artista, nos sentimos solos al trabajar y luego al meditar sobre la responsabilidad de los resultados; después de una operación difícil y riesgosa, nos retraemos casi al soliloquio, tanto si terminó en triunfo como en fracaso.

La cirugía no es un oficio de especulador, conquistamos el conocimiento positivo y, porque utilizamos las manos para trabajar, somos un poco proletarios, y eso nos gusta; nos entrenamos para tener valor y coraje en la acción, audacia ante el obstáculo, firmeza en la adversidad; aprendemos a evitar el desfallecimiento de la voluntad y a renunciar a las disculpas fáciles. El cirujano es el responsable de sus decisiones, como el capitán de un barco o el piloto de una aeronave y, si a veces llega a tener matices de autoritarismo, no se expresa con altanería ni presunción vana, pues tenemos siempre presente que nadie está a salvo del fracaso, en ocasiones, muy doloroso. En tiempos idos tuvimos el linaje de héroes civiles, de personajes del arte dramático; ahora cuidaremos de no convertirnos en amanuenses de los inventores de tecnología. Conservemos la vocación, la sensibilidad para hallar la belleza en nuestro trabajo, sin arrogancia ni soberbia, aceptándonos tal como somos, con nuestras limitaciones y nuestros derrumbes.

Personalmente, no puedo negar un cierto gusto por lo pretérito, por las preocupaciones ideológicas que tal vez revelan una simpatía por lo que los filósofos llaman el ethos. Durante mi juventud pasé mucho tiempo buscando una suerte de equilibrio interno, con amigos afines, como Fernando Quijano, los Campillo, José Laguna, Luis Sánchez Medal y otros; la dedicación a la cirugía me dio un aplomo que desterró la inquietud y me proveyó de una filosofía elemental, de hombre de acción, que supuestamente me enseñó lo que es auténtico. Los viajes al extranjero ayudaron a liberarme de gustos extraños o ficticios, del exceso de reservas morales que se vuelven antipáticas y después tuve otros dos maestros que me influyeron: Raoul Fournier me introdujo a ese epicureísmo social, benigno, despreocupado y benevolente para todo, y Clemente Robles completó la enseñanza del oficio y fijó los principios éticos de la profesión y de la vida.

Nunca me gustó la idea de entrar en la política, pero me disgustaba igualmente el adocenamiento de las conciencias. Consideré casi una obligación hacerme de ciertas ideas políticas y elaborar juicios razonados sobre la situación social de México y el mundo. Simpaticé con personas de ideas progresistas como Enrique Cabrera, Guillermo Montaño, el licenciado en economía Alonso Aguilar e inclusive me inscribí en un Círculo de Estudios Mexicanos, de centro-izquierda y procuré informarme a fondo de su manera de pensar. Por cierto, debido a ello, y otras minucias, ingresé a una lista negra por la que todavía hoy tengo dificultades para conseguir visa a los Estados Unidos, lo que no me pesa mayormente. Ni siquiera la política intragremial me atrajo, con su preocupación por cosas pequeñas, como trabajar para que tal persona sea nombrada a tal puesto o ingrese a una academia o sociedad. Pero, casi por inercia, formé parte del grupo de Chávez, Baz, Zubirán y otros, que era, sin duda, el de mayor calidad profesional y moral.

Sólo mencionaré un logro personal que recuerdo siempre y, con perdón, me enorgullece: la fundación del Consejo de Cirugía General, que inicié con los profesores titulares de cursos de posgrado y que todavía cumple su misión de evaluar y certificar a los que desean ostentarse como cirujanos. En efecto los organismos gubernamentales no podrán pretender realizar esa función por falta de competencia, ni las escuelas de medicina por temor a la imparcialidad, y sólo los propios miembros del oficio, mediante representantes de distintas instituciones y regiones del país, podrán cumplir con esa carga, a base de honestidad completamente desinteresada, conocimiento del nivel de exigencia, amor a la profesión y respeto por los enfermos.

Culturalmente tuve, desde pequeño, simpatía por Francia y creo que llegué a conocer y dejarme permear por algunas de sus características y virtudes. Acepté igualmente la influencia de los novelistas rusos del XIX, del inglés Aldous Huxley por su manera de unir la erudición con el sentido del humor y aprendí de las Memorias de Adriano, de Margueritte Yourcenar, el concepto de libertad, una emancipación más bien teórica, ajustada a la moral de lo que se cono-ce como “personas honradas”.

Durante mi carrera vi muchos cambios en los conceptos, en los métodos, en los ritos, pero el espíritu tradicional me poseyó desde el inicio. Presencié la mutación inexorable de los conocimientos, de las actitudes; vi cómo las verdades de un día se convierten pronto en caducas. La evolución no puede detenerse, se precipita como una catarata; pero eso sí, el avance se paga con lo que precede, por caro que nos fuera. El filme no se detiene, el cliché fijo es un mortinato. Pero se comete a menudo el error de confundir evolución con progreso, cuando pueden ser términos antitéticos. Es común ahora que, por temor al inmovilismo, se vea progreso en todo cambio y se acepte sin resistencia. Hay valores perecederos que es preciso renovar y hay valores eternos en los que hay que apoyarse, tanto por utilitarismo como por ideología.

Hay que considerar a la tradición como una fuerza retrógrada que invita a copiar el pasado, lo que es falso. Recordé una frase de Malraux: la tradición no se hereda, se conquista. No puedo ni siquiera pretender ofrecer ahora un mensaje. Apenas dar algo en qué pensar. Mis ideas han sido superadas, pero no me gustaría que parecieran retardatarias. Mi nostalgia por los tiempos idos no quiere dar vida al pasado, sólo desearía hacerle justicia. En lo presente y en lo por venir, habrá forzosamente bueno y malo: sólo encarezco a ustedes que abominen de los dioses falsos que se inventan día a día. No tengo ninguna prevención contra el desarrollo tecnológico que, por cierto, sobre-pasa la más desatada imaginación de la ciencia-ficción, pero insisto, si la tecnología pura absorbiera el espíritu de la profesión, a expensas de la forma y el fondo humanista, se perderían los rangos de nobleza que por siglos nos han enorgullecido.

A la cirugía le diría tan solo: durante varias décadas viví contigo, por ti, para ti. Estábamos hechos el uno para la otra. Si a veces me ha dolido el peso de tus exigencias, nunca, ni en sueños, me ha pesado haberme sacrificado. Te amé y te debo muchas cosas, principalmente el haber dado un sentido y una guía a mi vida; en correspondencia, te serví lo mejor que pude y te consagré lo mejor de mi mismo. Todo lo que me diste fue enriquecedor, nada me dejó indiferente. Mis convicciones estuvieron siempre vivas y mis esperanzas intactas; pero hubo que decir adiós y dejar paso a los jóvenes.

Salud a los que toman la estafeta.

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