Gaceta
Facultad de Medicina UNAM
10 de noviembre 2001


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Discurso del doctor Salvador Cerón con motivo del 50 aniversario de la generación 1945-1951

“No quiero iniciar esta ceremonia sin agradecer en forma especial al señor doctor Ramón de la Fuente Ramírez, Rector de la UNAM, y al señor doctor Alejandro Cravioto Quintana, director de la Facultad de Medicina de la UNAM, por recibirnos en este recinto académico y haber hecho posible la publicación de las memorias de la ceremonia conmemorativa del 50 aniversario de la recepción profesional de la generación 1945-1951.

También quiero hacer mención y reconocimiento especial a nuestro compañero y mejor amigo, el doctor Carlos Gual, quien fue un magnifico promotor y factor de unión para que pudiéramos llegar todos a esta celebración.

Es para mí una gran satisfacción ser portador del sentir de nuestra generación 1945-1951. Para nosotros los universitarios, este es un año de muy significativas celebraciones. Así, tenemos que nuestra alma mater, la Universidad Nacional Autónoma de México, cumple 450 años de su fundación. Efectivamente, el 21 de septiembre de 1551, con voz pausada y fría, el príncipe regente, don Felipe, dictaba a Juan Sámano, secretario de su católica real majestad, la cédula que le daba vida.

Posteriormente, el 25 de enero de 1553, un solemne cortejo de graves caballeros se reunía en la primera casa de la Universidad -en la hoy esquina de Seminario y Moneda- precedida por el señor virrey don Luis de Velasco y por la Real Audiencia, nombrando rector al señor oidor don Antonio Rodríguez de Quesada.

Años más tarde, el 17 de octubre de 1562, por Real Cédula, se confirmaban sin excepción todas las preeminencias, libertades y franquezas de la Universidad de Salamanca para los hijos de la Universidad Mexicana, cédula que con pregón y pompa se publicó en México el 13 de abril de 1563; y por bulas del papa Clemente VII, en 1595, quedaba confirmada pontificialmente la fundación de la Universidad, como Real y Pontificia.

Así fue como pudo derramarse sobre la cultura mexicana el agua lustral de una fuente que contribuyó a la emancipación del espíritu humano y que, al derrumbar la muralla granítica del escolasticismo, abrió cauce al renacimiento espiritual americano.

Desde aquel entonces, con los altibajos de toda obra humana, nuestra Universidad ha venido cumpliendo con la elevada misión de enseñar las profesiones intelectuales, promover la investigación científica y preparar a futuros investigadores, pero sin excluir el ethos y la humanitas. La ciencia debe servir a la vida misma y a la vez al desarrollo de sus valores éticos.

Por otro lado, los médicos egresados de la Facultad de Medicina de la UNAM, este año celebramos los 168 años de vida, pocos en la historia de la cultura, pero muchos en la historia de nuestras instituciones, recorrido que va desde los limbos del dogma y de la metafísica, hasta la medicina científica de hoy, que nos ha tocado vivir, de la observación pura y de la experimentación rígida.

Don Valentín Gómez Farías, rebelde a todo dogma iconoclasta y a la vez creador, dio cuerpo y vida al Establecimiento de Ciencias Médicas, en decreto memorable que expidió el 23 de octubre de 1833, cuyos blasones del escudo no son los pontificios, sino aquellos de libertad espiritual y de orientación científica que le otorgó la República al nacer. Fue su primer director el doctor Casimiro Liceaga, hombre que hizo enraizar la nueva institución, acompañado de once profesores cuyos nombres son para nosotros una enseñanza y un símbolo, a saber: Guillermo Chayne (Anatomía), Salvador Rendón (Disección de Anatomía), Manuel Carpio (Fisiología), Pedro Escobedo (Patología Externa), Ignacio Erazo (Patología Interna), Ignacio Torres (Clínica Externa), Francisco Rodríguez Puebla (Clínica Interna), Isidro Olvera (Materia Médica), Agustín Arellano (Medicina Legal) y José María Vargas (Farmacia).

A estas dos conmemoraciones agregamos la que este día nos ha reunido; me refiero, claro está, a los 50 años de haber terminado nuestra formación profesional y 56 de haber llegado por primera vez, en 1945, al edificio que antes fuera sede del Tribunal de la Inquisición, comprado en 1856, después de haber estado la Escuela de Medicina en diferentes partes, por el propio doctor Liceaga y el grupo de beneméritos profesores que lo acompañaban, en la cantidad de 50 mil 286 pesos, pagados con sus sueldos no cubiertos, y donándolo a la escuela para que pudiera tener, al fin, residencia.

Ahora bien, la ocasión es propia para recordar algunos momentos que seguramente quedaron grabados en lo más profundo de nuestro ser, como cuando, en el invernal enero de 1945 pisamos, por primera vez, la Facultad, temerosos de la novatada; cuando recorríamos el “Barrio Universitario”, disfrutando los exquisitos bisquets del “Café de Chinos”, las películas del “Cine Río” o una o dos cervezas, en “La Policlínica”; cuando asistíamos al anfiteatro para practicar las primeras disecciones en el frío cadáver del que emanaba un fuerte y penetrante olor a formol. Asimismo, del miedo que teníamos al examen de anatomía descriptiva, ya que de pasarlo o reprobarlo dependía, en algunas ocasiones, el continuar o dejar la carrera; del día que asistimos a los hospitales, General o Juárez, y tomamos contacto con el dolor humano, con el hombre enfermo, con el que agonizaba; de cuando en nuestro servicio social, alejados de maestros y amigos, hicimos frente a nuestras responsabilidades, carentes muchas veces de los más elementales medios. Algunos de nosotros encontramos ahí a la que sería más tarde nuestra esposa y la madre de nuestros hijos -para nuestras cónyuges todo nuestro amor y reconocimiento-. También el momento tan esperado del examen profesional, coronando así los esfuerzos de seis años.

Esta breve rememoración sería incompleta si pasáramos por alto los nombres de los maestros que con eficacia y amor nos transmitieron sus vastos conocimientos y con su vida nos dieron el ejemplo de lo que debe ser un médico; así, tenemos que mencionar a Clemente Robles, Benjamín Bandera, Dionisio Nieto, Tomás Perrín, Fernando Ocaranza, Galo Soberón y Parra, José Joaquín Izquierdo e Isaac Costero.

Sabemos, por experiencia, que la medicina es una ciencia difícil, un arte delicado, un modesto oficio, una noble misión; su cabal ejercicio merece las más altas recompensas; invitado como expositor a un congreso de cirujanos, el poeta Paul Valery pronunció estas palabras que mucho enaltecen el ejercicio de la medicina, pero son también un recordatorio de suave compromiso:

“Si con frecuencia se siente uno como testigo de los últimos momentos de una civilización, que parece querer terminar en el más grande lujo de los medios de destrucción, bueno es volverse a esos hombres que sólo retienen de los descubrimientos, de los métodos y de los progresos técnicos, aquello que pueden aplicar para el alivio y la salud de sus semejantes”.

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